miércoles, 26 de abril de 2017

'Frozen 2' y otras novedades en el horizonte de Disney


Disney ha hecho oficial la fecha de estreno de una de sus secuelas más esperadas: el 27 de noviembre de 2019 verá la luz 'Frozen 2', en la que volverán a aparecer Elsa y Anna. 'Frozen' se estrenó en 2013 y se convirtió en uno de los mayores fenómenos de los últimos años, alzándose como la película animada más taquillera de la historia. Jennifer Lee y Chris Buck volverán a dirigir el proyecto, del que no han trascendido informaciones sobre el argumento o sobre nuevos personajes.

En 2019 habrán pasado seis años desde el estreno de la película original de 'Frozen' y el público objetivo de la cinta habrá dejado atrás su etapa de locura por 'Frozen'. Aunque siguen vendiéndose mochilas, cuadernos, muñecas y demás productos de merchandising con Anna, Elsa y Olaf, el fenómenos se va poco a poco apagando y parece que se acerca el momento de relanzarlo con una secuela. Veremos si el éxito se repite, pero ya podemos anticipar cuál será la película de las Navidades de 2019 y qué juguetes inundarán las tiendas durante esas fiestas.

Otros estrenos anunciados por Disney han sido 'Toy Story 4', que aparecerá el 21 de mayo de 2019 y el remake en acción real de 'El rey león', que se espera para el 19 de julio del mismo año. Precisamente esta misma semana se conoció también que Billy Eicher y Seth Rogen darán vida a Timón y Pumba en esta versión.

Más para 2019: el 24 de mayo parece ser la fecha elegida para el desembarco del Episodio IX de Star Wars, que seguirá a 'El despertar de la fuerza' y a 'Los últimos jedi' (cuyo estreno está previsto para este diciembre) para cerrar así la trilogía actual. Y otro regreso que se esperaba para 2019 y que se ha pospuesto hasta el verano de 2020 es la quinta entrega de Indiana Jones, con Steven Spielberg dirigiendo y con un Harrison Ford que rondará los 80 años dando vida de nuevo al famoso arqueólogo.


Y si esto queda todavía un poco lejos, para 2018 Marvel ha revelado tres de sus estrenos más destacados. El 13 de abril llegará 'New Mutants', el 1 de junio hará lo propio la esperada secuela de 'Deadpool', que promete seguir los pasos de su exitosa y gamberra predecesora, y, por último, el 2 de noviembre se estrenará 'X-Men: Dark Phoenix'.

Todas estas fechas se presuponen para el mercado estadounidense, y no existe aún confirmación sobre si se tratará de estrenos globales o si se retrasarán algo más en otros mercados, incluyendo el español. En cualquier caso, lluvia de secuelas, remakes spin-offs para tenernos a los fans contentos durante una temporada.

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

martes, 25 de abril de 2017

Review: 'Legion' - 1° Temporada


Voy a confesar que me he alegrado de que Legion terminase –FX ya ha anunciado una segunda temporada con diez episodios para 2018–. No porque fuese una mala serie o porque los capítulos no resultaran suficientemente atractivos, sino porque terminaba cada uno de ellos exhausto y perdido. Esto tiene por qué ser algo negativo, y en un contexto de falta de ideas en el cine, las ficciones televisivas demuestran ser el nido de la innovación y de la experimentación.

Como experimentales, precisamente, podemos clasificar algunos de los pasajes de Legion. Parece como si los creadores quisieran aplicar estilos y técnicas distintas, como si lo importante pudiera ser probar un poco de todo. Esas licencias creativas aportan riqueza a la serie, pero dados los niveles narrativos y la complejidad de la trama, quizás también contribuyan a generar confusión.

A esa confusión contribuye la continua falta de referencias sobre qué es real, qué sucede dentro de la mente de David, el protagonista, y qué pertenece a otros planos mentales. También en ocasiones es difícil diferenciar los flashbacks que visionamos los espectadores de los recuerdos en los que se adentran los personajes como parte del universo diegético.

En realidad todo esto es algo que anticipábamos en la crítica del piloto, en la que hablábamos de una producción claramente de Marvel, mas con diferencias basadas en la vertiente psicológica y en el traslado de parte de la trama al interior de la mente. Efectivamente, encontramos la tendencia a la megalomanía y el exceso de los productos de superhéroes, que buscan innovar a través de nuevos y más espectaculares poderes, narraciones y estéticas. Todo eso lo aporta Legion, novedad y espectacularidad, con una libertad y una capacidad de recreación de la que no suelen gozar las películas, limitadas por intereses comerciales y por la limitación de minutos. Puede que a los creadores de Legion se les vaya un poco de las manos, pero es de agradecer el intento.


Y también de agradecer, y mucho, las interpretaciones, sobre todo la de Dan Stevens, que combina un semblante impenetrable con muecas de locura, de sufrimiento y de conflicto interno y que se multiplica para dialogar consigo mismo y con los monstruos en su cabeza. Una actuación muy meritoria, sin duda, que viene acompañada de los también meritorios e imponentes efectos visuales.

Decíamos al hablar del piloto que necesitaríamos más capítulos para poder pronunciarnos sobre Legion. De hecho, el piloto es el episodio más convencional de los ocho que componen esta primera temporada. Tras visionarla entera podemos definir Legion como atrevida y compleja.

Y es que creo haber comprendido el final –que resulta quizás un tanto abrupto y demasiado sencillo y explicado en los dos capítulos finales–, aunque dudo haber seguido todo el proceso durante los capítulos anteriores. No es necesariamente algo malo ni algo bueno, lo que sí refleja es una actitud valiente a la hora de crear un universo muy particular dentro de Marvel y del género. Veremos si la segunda temporada continúa esta línea o si nos da un poco de descanso.


(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

martes, 18 de abril de 2017

Crítica: 'El editor de libros' (2016), de Michael Grandage

 

El domingo se celebra, entre otras efemérides y festividades, el Día del Libro. En Los Lunes Seriéfilos somos apasionados del cine y de las series, pero ¿no son estos productos culturales herederos de la literatura? ¿Qué sería del cine y la televisión sin adaptaciones literarias? Por eso nos hemos propuesto realizar nuestro particular homenaje a los libros en esta semana previa al 23 de abril. Durante los próximos días prestaremos una particular atención a algunas adaptaciones de obras literarias, a películas que se centren en historias relacionadas con la literatura o reflexionaremos sobre temas que se acerquen a estas materias.

Comenzamos con la crítica de una cinta centrada en una de las figuras clave a la hora de publicar un libro: el editor. Y pocos en la Historia han tenido la relevancia de Maxwell Perkins, descubridor y corrector de genios literarios como F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o Thomas Wolfe. El editor de libros (Genius, 2016) se centra precisamente en la relación entre Perkins y este último.

Se trata de una adaptación de la biografía que A. Scott Berg escribió de Perkins en 1978. Además de un biopic, la cinta aspira a retratar una época, los años 30, y, sobre todo, una profesión, la de editor de libros. Se queda, sin embargo en clichés, sin aportar profundidad en unos aspectos que podrían haber resultado de gran interés y que podrían haberse explicado o ilustrado más y mejor. Sobre todo por tratarse de una profesión habitualmente invisible y desconocida.

Como también suele ser desconocido, al menos fuera del mundillo literario y editorial, el nombre de Max Perkins, a quien este filme intenta hacer justicia. De nuevo, un excesivo academicismo en la representación y una caída en muchos de los tópicos de las películas de escritores impiden el aprovechamiento de una figura fascinante y esencial.

Y eso a pesar de una magnífica actuación de Colin Firth, dando vida a un Perkins medido y sereno que se contrapone al extrovertido e histriónico Thomas Wolfe, interpretado por un Jude Law menos convincente y algo exagerado en sus formas. El reparto se amplía con Laura Linney, Nicole Kidman, Guy Pierce o Dominic West, pero es el duelo interpretativo y dialógico de Perkins y Wolfe el que articula la trama. Mas el hecho de que Wolfe tenga un papel tanto o más protagónico que Perkins vuelve a restar interés a la película, pues ya hemos visto muchos escritores torturados y obsesionados en el cine, cosa que no ocurre con los editores que se esconden tras ellos.


Y aunque es la historia la que de verdad consigue salvar la película, Michael Grandage está más pendiente de la forma que del fondo. Así, presta atención a una cuidada y uniforme gama cromática de tonos apagados, incluye metáforas literarias a lo largo de los diálogos, incorpora notas de humor y aprovecha la aparición reiterada del tren, de los zapatos de Wolfe o del sombrero de Perkins como elementos de unidad.

Todo esto, aunque bienvenido en términos generales, nubla el trasfondo, lo que de verdad nos debería estar contando la película, que es la labor de un hombre tan genial como los escritores a los que llevó a la fama. Y con ellos, obras inmortales que más tarde acabarían llevándose al cine, como El gran Gatsby o Por quién doblan las campanas. Por eso, y aunque sea de apreciar el intento, El editor de libros no hace justicia a la figura de Max Perkins. 

Lo mejor: Max Perkins, tanto su historia como la interpretación de Colin Firth
Lo peor: que la forma no permita brillar a una historia muy interesante
Nota: 6,5


(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

lunes, 17 de abril de 2017

Crítica: 'Las sandalias del pescador' (1968), de Michael Anderson


Domingo de Resurrección. Finaliza la Semana Santa. Hoy el Papa Francisco se ha asomado al balcón de la basílica de San Pedro para ofrecer la bendición Urbi et Orbi.

Podemos considerar a Francisco como un papa atípico. Como también lo era Kiril I, el protagonista de Las sandalias del pescador. Un antiguo prisionero político en los campos de trabajos soviéticos en Siberia, enviado a Roma como asesor por el Presidente de la URSS, que había sido su antiguo carcelero. En Roma, y con la Guerra Fría amenazando con desatar un conflicto armado de dimensiones inimaginables, será nombrado cardenal poco antes de la muerte del hasta entonces papa. 

Rodada en 1968 y ambientada en la misma época, con personajes ficticios pero con una misma Guerra Fría en curso, se aleja de las superproducciones épicas que hemos abordado en días pasados. Se distancia de las obras basadas en pasajes bíblicos o ambientadas en el Oriente Medio de la Antigüedad, para situarse en la –entonces– contemporánea Europa. Huye de los efectos especiales para aprovechar en su lugar las majestuosidad de los decorados de Roma y el Vaticano. Y cambias las pomposas y teatralizadas interpretaciones por actores mucho más comedidos, sobre todo un Anthony Quinn que logra una intimísima y sentida actuación.

También se pasa de un discurso unidireccional y casi propagandístico de promoción de la Biblia y la religión a otro mucho más reflexivo. La visión de la Iglesia y sus instituciones es contradictoria, denunciando su opulencia y su desvío del mensaje de Dios, pero intentando comprender sus causas y defendiendo sus buenas intenciones. La película incluye igualmente una cierta carga de propaganda antimarxista, comprensible y habitual en los filmes estadounidenses de esos años; no obstante, es también un juicio moderado y más razonado de lo que solía suceder. Todo esto demuestra que estamos ante una película madura, capaz de realizar una crítica respetuosa y argumentada, aunque poco desarrollada dada la abundancia de tramas.


Cuatro, en concreto: pues a la historia principal de Kiril Lakota en Roma se suman el debate interno y externo de un sacerdote con una lectura heterodoxa de la doctrina católica, el conflicto chino-soviético y el drama matrimonial entre un periodista y una doctora. Finalmente ninguna parece culminarse, en todas se echa en falta algo, aunque todas consiguen aportar algo. Incluso la crisis de pareja de los Faber, la más vacía de estas tramas secundarias, ayuda a humanizar el personaje de Lakota y a ilustrar el funcionamiento y los entresijos del Vaticano.

Lo más llamativo de Las sandalias del pescador es algo que no tiene –que se sepa– ninguna relación con la cinta. En realidad, se trata de eventos que tendrían lugar más adelante y que, de alguna forma, habían sido anticipados en esta obra. Por un lado, el rechazo a la ceremonia de coronación y la imposición de la tiara papal por parte de Juan Pablo I en 1978, diez años después del estreno de la película. 

Poco después, debido al corto pontificado de este, fue elegido papa el polaco Karol Wojtyla; como Kiril Lakota, se convertiría en el primer papa no italiano tras cuatro siglos. Conocido como Juan Pablo II, Wojtyla se caracterizó por su participación en la caída del comunismo y en la llegada de la democracia tras la Guerra Fría, algo que también podemos intuir en la figura del protagonista de este filme.

Por último, quizá sea la figura de Francisco la que más se asemeje a la del ficticio papa Kiril. Francisco ha participado como mediador en diversos conflictos internacionales y su imagen puede recordar a la del papa interpretado por Anthony Quinn.

Todo esto otorga una nueva dimensión a la cinta dirigida por Michael Anderson, que goza de por sí de una brillante dirección artística, con una música, fotografía o vestuario muy cuidados, y con interpretaciones magníficas. Tanto los elementos inherentes a la película como aquellos que vienen impuestos no hacen sino reforzar el valor de una obra que puede distanciarse de las superproducciones bíblicas o romanas, pero que no queda por detrás de ellas en épica y religiosidad.


Lo mejor: su respetuosa pero certera crítica a Iglesia católica
Lo peor: que las distintas tramas no estén más desarrolladas
Nota: 8

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

sábado, 15 de abril de 2017

Crítica: 'Jesucristo Superstar' (1973), de Norman Jewison


Noche de Viernes Santo. Punto de inflexión. Toca adentrarse en una película y un estilo diferentes.

Jesucristo Superstar supuso una importante ruptura con las épicas superproducciones que habían tratado la Pasión de Jesucristo u otras escenas bíblicas con anterioridad. Los grandes decorados, los vestuarios detallistas y recargados, los repartos llenos de estrellas y de extras y la propaganda religiosa se dejaban de lado para dar paso a este musical con tintes hippies.

A principios de los años 70 se estrenaba en Broadway el que sería uno de los musicales más relevantes y exitosos que se hayan realizado. Y en 1973 se llevaba al cine esta adaptación de la mano de Norman Jewison. Y lo hace con canciones pegadizas, con un ritmo muy setentero –aunque incluyendo sonidos de otras épocas, como los años 20– y con una estética sencilla, sobre todo en un vestuario que combina elementos del Israel de hace dos milenios con otros de los años setenta del siglo XX.

Esa mezcla de estilos y épocas, su búsqueda premeditada del anacronismo y el intento de lograr una representación alternativa de los últimos días de Cristo fomentaron una cinta, en cierta medida, paródica. Seis años después, los Monty Python estrenarían La vida de Brian, ofreciendo también ellos una visión surrealista y alternativa al relato bíblico. Aunque sin alcanzar sus delirios, Jesucristo Superstar ya ofrecía una versión irreverente de una historia en la que en aquella época muchos querían ver un canto al amor libre, al antimilitarismo y al antirracismo del movimiento hippie. Precisamente los valores que la película pretende ensalzar.

Y lo consigue gracias a unas voces magníficas, a unos temas memorables y fáciles de tararear y a unas interpretaciones más humanas de lo que era habitual para estos personajes. Y entre esos personajes, el mayor protagonismo de María Magdalena y, sobre todo, de Judas Iscariote, así como la ausencia total de la Virgen María, refuerzan la visión alternativa de la historia. 

Una visión que en su momento, por rompedora y blasfema, recibió duras críticas de sectores conservadores de la Iglesia. No parece sorprendente, aunque sí llama la atención que con el paso del tiempo la propia Iglesia se fuera acercando a la obra como una forma de mostrar una cara más amable y de acercarse a nuevas generaciones que ya no se dejaban impresionar por los discursos normativos de las grandes obras bíblicas. 


Este aspecto externo al cine es el más interesante de la cinta, pues, a pesar de resultar entretenida y ágil en su narración y de contar con buenas interpretaciones, no tiene un atractivo cinematográfico mayor. Sobre todo porque, a pesar de la plasticidad de los números musicales, no tiene la fuerza visual que las localizaciones donde se rodó y la historia podrían permitir.

Pero Jesucristo Superstar no había sido concebida para convertirse en una obra maestra del séptimo arte. Simplemente buscaba cambiar una narrativa. Y eso sí que lo consiguió. Por eso, sea mejor o peor película, hay que reconocer su mérito en humanizar el mito.

Lo mejor: la música y las voces
Lo peor: que su estética pueda verse hoy como más paródica de lo que se pretendía
Nota: 7

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

viernes, 14 de abril de 2017

Crítica: 'La Pasión de Cristo' (2004), de Mel Gibson


Madrugada del Jueves al Viernes Santo. Uno de los momentos clave de la Pasión. Continuamos nuestro repaso a algunos títulos propios de estas fechas con una película que también podemos definir como clave. 

La Semana Santa de 2004 vino marcada por el estreno de una de las películas más controvertidas, mediáticas, exitosas y violentas que se han hecho: La Pasión de Cristo. Mel Gibson dirigió, coprodujo y coescribió esta versión relativamente fiel al texto bíblico, si bien es cierto que incluye escenas y alegorías que no figuran en los Evangelios. Esta historia, completada con recuerdos de la Última Cena o de la vida de Jesús, supone una base magnífica para un guion pues, creyentes o no, es indudable la magnificencia del relato. Un relato dramático, que describe una tortura y una crucifixión de extrema dureza. 

Es posible que dicho texto demande unas dosis de violencia, de sangre y de gore semejantes a los de la cinta de Mel Gibson. El debate en realidad debería ser en torno a la necesidad o adecuación de reflejar con tanta crudeza ese sufrimiento. Quizás una representación menos explícita hubiera sido más correcta, pero puede que el salvajismo de esta sangrienta obra esté justificado. Tal vez lo que se busca es dotar de realismo a una historia muy dura y dramática. Tal vez solo sea una estrategia comercial para atraer espectadores. Tal vez pretende emocionar y servir de argumento a favor del cristianismo. Tal vez solo sea una cuestionable, aunque perfectamente válida, decisión artística del director.

Y en cualquiera de esos aspectos la película cumple su cometido. Se trata de una narración cuidada y capaz de transmitir toda esa dureza y dolor. El proyecto fue un éxito rotundo de taquilla a pesar de estar clasificada en muchos países como solo para adultos y a pesar de exhibirse en arameo, hebreo y latín con subtítulos. Aunque difícil de cuantificar, el filme actuó como propaganda de la religión cristiana; se habla de criminales que confesaron sus crímenes tras haber visto este largometraje y de un aumento en la asistencia a los grupos de debate religiosos sobre la Pasión. Por último, los premios y reconocimientos que consiguió la cinta, incluyendo tres nominaciones a los Oscars, ilustran el valor cinematográfico de la misma. 


Más allá de polémicas, que solo agrandan el mito de La Pasión, hay que destacar la fuerza de esta obra. A eso ayudan la violencia, el trasfondo de la historia o la utilización de ropajes poco vistosos a pesar de su ambientación en la Jerusalén de hace 2000 años. Precisamente ese vestuario más bien sencillo y el uso de las lenguas de la época contribuyen a dotar al relato de realismo. 

Y son también esas lenguas las que añaden una dificultad aún mayor a los actores, expuestos ya de por sí a un rodaje muy duro. Pero ese intento de hacer un uso históricamente adecuado del lenguaje aporta un atractivo añadido a la película, pues sirve como un elemento distintivo más para una obra que nació con la vocación de ser única. 

Y lo consigue, para bien o para mal, no hay nada como esta película. Tiene fallos en el plano cinematográfico –por ejemplo, el añadido de Satanás y de algunas figuras demoníacas para representar la tentación o el remordimiento resultan artificiales e innecesarias– y también desde un punto de vista ajeno al cine, como puede ser el uso propagandístico de la cinta para promover el cristianismo o incluso como argumento antisemita. Pero con todo, logra encogerte el alma con una historia como pocas. 

Lo mejor: la historia que hay detrás 
Lo peor: su vocación comercial y propagandística 
Nota: 7,5

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

martes, 11 de abril de 2017

Crítica: 'Ben-Hur' (2016), de Timur Bekmambetov


Martes Santo. Lo de hoy sí puede calificarse como ‘pasión’.

Rodar un remake de una película considerada, casi de forma unánime, como una obra maestra es una tarea muy arriesgada. Esto no impide que determinadas revisiones de historias clásicas puedan tener cabida, sobre todo si la nueva versión aporta algo nuevo o de valor. Esto no es lo que ocurre con Ben-Hur. Volver a esta historia, basada en una novela escrita en 1880 por el estadounidense Lew Wallace y adaptada ya en dos ocasiones al cine de manera magistral, además de innecesario parecía particularmente complicado.

Y lo cierto es que la cinta de Timur Bekmambetov ni siquiera hace un intento de ser digna sucesora de una de las mayores y mejores historias que han dado el cine y la literatura. No hay rigor ninguno en el lenguaje o el vestuario, tampoco hay actuaciones convincentes y no encontramos la más mínima construcción de la trama o de los personajes. Las actuaciones de Jack Huston, Morgan Freeman, Toby Kebbell, Nazanin Boniadi o Rodrigo Santoro, sin ser desastrosas, no llegan a resultar convincentes. En parte porque sus personajes no tienen profundidad, apenas hay evolución y los cambios en su comportamiento o en la relación entre ellos se producen de forma abrupta y casi inexplicable.

Incluso la mayor presencia de la figura de Jesucristo, el elemento más distintivo de esta nueva versión, tiende al tópico, con escenas que parecen introducidas a la fuerza, como si vinieran impuestas y hubieran tenido que añadirse al metraje sin demasiado sentido. Puede que la participación en la producción de empresas mediáticas de marcada orientación cristiana influyera en este sentido.


Tanto estas como el resto de productoras detrás del proyecto se encontraron con un notable fracaso el pasado verano, cuando Ben-Hur consiguió unos resultados de taquilla muy alejados de las expectativas y del presupuesto empleado. Un presupuesto cercano a los cien millones de dólares, pues en el aspecto técnico y visual la obra no se queda corta.

Así, con un guion, una narración, unos personajes y una ambientación muy deficientes, solo queda el espectáculo. Y si la carrera de cuádrigas es uno de los mayores atractivos de la cinta de 1959, lo sigue siendo en esta versión. Esta escena es, sin duda, la mejor de la película de Bekmambetov. Mas lo que en la de William Wyler representaba un prodigio técnico casi imposible en la época, en esta ocasión no supone un especial mérito, pues sería fácil encontrar títulos contemporáneos con un despliegue visual igual o superior.

Quizás el problema reside en las odiosas comparaciones. Estamos continuamente hablando de este Ben-Hur en contraste con los anteriores, sobre todo con el de Wyler, que, recordemos, consiguió once Oscars en 1959. Estamos enfrentando una de las películas más grandes que se han hecho con un filme mitad panfleto religioso, mitad producto comercial, y eso se nota. Ni cuando se intenta asemejar a sus predecesoras ni cuando se intenta distanciar de ellas logra un espacio propio. Nunca consigue resultar necesaria, sobre todo porque no lo es. 

Lo mejor: la carrera de carros en el circo
Lo peor: que sus dos horas resultan mucho más pesadas y vacías que las casi cuatro de la mítica superproducción de 1959
Nota: 2,5

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

lunes, 10 de abril de 2017

Crítica: 'Los Diez Mandamientos' (1956), de Cecil B. DeMille


Es Lunes Santo. Comienza la Semana de Pasión. Este año mis estaciones de “penitencia” van a ser algo distintas. En realidad no serán penitencia, sino todo lo contrario. Siempre me ha fascinado el cine épico y religioso y este año me dispongo a completar mi filmografía de títulos clásicos de Semana Santa. Comienzo con una de las cintas que más tiempo llevaba en mi lista de pendientes: Los Diez Mandamientos (The Ten Commandments, 1956). Lo hago con la versión restaurada por Paramount Pictures en 2010.

Por un lado lamento haber esperado tanto tiempo para verla; por otro me alegro de haberlo hecho ahora que tengo un criterio capaz de permitirme valorarla y criticarla. Quizá en los próximos días cambie de opinión, pero es probable que se trate de la película religiosa y épica más religiosa y épica de cuantas existen.

Eso no la convierte automáticamente en una buena película, aunque sí en una gran obra. Una superproducción monumental en todos los sentidos: casi cuatro horas de metraje, un presupuesto nunca visto hasta entonces y una recaudación en taquilla que, ajustada la inflación, estaría entre las mayores de la Historia. Todo eso, con una tendencia continua a la teatralización –desde la introducción delante de un telón hasta la inclusión de un descanso, pasando por las interpretaciones de los actores– y con la presencia de un narrador omnisciente que en algunas ocasiones llega a asemejarse al de un documental.

También cabe destacar la dirección de Cecil B. DeMille y el papel protagonista de Charlton Heston. Ambos, expertos en este tipo de superproducciones, ya habían trabajado juntos en El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952). Junto a ellos encontramos un elenco de grandes estrellas como Yul Brynner, Anne Baxter, Edward G. Robinson, Yvonne De Carlo, Debra Paget o John Derek. No podemos dejar de mencionar a la cantidad ingente de extras que participaron en el rodaje y que hacen que algunas de las escenas de la huída de Egipto o de la construcción de las pirámides sean tan impresionantes.

Como también lo son, y este es probablemente el elemento más destacado del filme, sus efectos especiales. Pueden resultar anticuados o pobres para el espectador actual, pero en aquel entonces alcanzaron una cota de calidad que tardaría tiempo en superarse. De hecho, el único Oscar que se llevó la película, de los siete a los que optaba, fue a los mejores efectos especiales.


Y si estos efectos ayudan a potencial la monumentalidad de la obra, no podemos obviar que el motivo principal de esto es la historia en la que se basa. Más allá de creencias, no cabe duda de que este pasaje bíblico ofrece una historia fantástica y una base inmejorable sobre la que construir una película épica. El mérito de Los Diez Mandamientos es saber adaptar y completar una historia de la que gran parte del público conoce los hechos y el desenlace para hacerla aun más atractiva.

Para ello se hace uso de: una narración lineal y coherente que podría fácilmente dividirse en capítulos, como sucede en otras producciones semejantes, como Ben-Hur o Gladiator; una gran riqueza de detalles –destacable la utilización del vestuario para ilustrar el exotismo y como complemento a la narración–; la inclusión de personajes y tramas secundarias, como el romance de Lilia y Josué; y, por último, su encaje en la tradición judeocristiana.

Aquí conviene destacar que la película no es del todo fiel al relato bíblico pues, como se advierte al comienzo, se apoya también en otras obras no relacionadas con las Sagradas Escrituras. Sin embargo es innegable, y la cinta se muestra orgullosa de ello, la labor propagandística en favor de la religión. En realidad, la película podría entenderse como un descarado intento evengelizador. De nuevo, puede gustarnos o no, pero se enmarca en una corriente cinematográfica y en un contexto histórico que fomentaban este tipo de productos. Mucho de ellos los analizaremos en los próximos días.

La obra de Cecil B. DeMille reúne la mayoría de características que encontraremos en los clásicos de Semana Santa. Pueden gustarnos más o menos este tipo de superproducciones y podemos estar más o menos de acuerdo con su mensaje religioso, pero está claro que Los Diez Mandamientos marcó un hito en la Historia del cine.

Lo mejor: su relevancia para entender el cine, su monumentalidad y sus efectos especiales
Lo peor: algunos pasajes innecesarios 
Nota: 8,5

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

sábado, 8 de abril de 2017

Review 'Grace and Frankie' - 3° Temporada


El paso del tiempo no perdona. Grace and Frankie parece empeñada en mostrarnos lo contrario. Y estoy convencido de que una persona de setenta y pico años puede ser tan capaz de levantar una empresa o de enamorarse como alguien más joven. Pero me cuesta más creerme que una serie puede envejecer y mantener siempre la misma frescura. Sobre todo si no se adapta o renueva.

Esa es la sensación que deja esta tercera temporada de la serie de Netflix. Con un planteamiento bastante similar al de la segunda temporada, sin nuevos personajes de interés y con tramas menos originales y, sobre todo, más previsibles, la serie ha perdido parte de su atractivo.

Pero sigue contando con los elementos que dieron buen resultado en el pasado. Por un lado, algunos momentos muy divertidos, sobre todo cuando Lily Tomlin está en pantalla. El personaje de Frankie es tan peculiar y capaz de generar carcajadas que es lógico que se haya erigido cada vez más en protagonista.

Por otro lado, tenemos esas notas de reflexión más profunda y hasta reivindicativa que han ido sustituyendo a la comedia pura, y que se han acentuado con el paso de las temporadas. En esta tercera el tema central es la capacidad de las mujeres mayores de seguir dando guerra, de obtener papeles en un Hollywood que parece arrinconarlas y de conseguir sacar adelante sus proyectos a pesar de todo.


Pero precisamente en este sentido, y siguiendo con la tiranía de la juventud en el cine, hay una escena muy paradigmática. Cuando Grace and Frankie intentan que una cadena de productos eróticos distribuya sus vibradores, desde el departamento de marketing de esa cadena les plantean que sean ellas las que aparezcan en la promoción del producto. ¿Qué ocurre? Que las imágenes de ellas que se utilizan han sido retocadas para que aparezcan más jóvenes y atractivas, algo que no satisface a las protagonistas. Esta crítica podría resultar más mordaz si en la propia serie los personajes no aparentaran muchos menos años de los que tienen. Entre la imagen supuestamente retocada de la Grace (recordemos que la actriz es Jane Fonda) del anuncio de vibradores y la imagen de Grace en la serie no hay apenas diferencia. Un tanto irónico, pero es la prueba de que la denuncia es cierta y que para las mujeres mayores que no estén dispuestas a renegar de quién son las puertas de Hollywood y del espacio público en general se cierran.

Más allá de esto, y aunque Grace and Frankie todavía puede seguir aportando algo, se nota que se va haciendo mayor. Por supuesto, es encomiable su intento por demostrar que envejecer no es algo negativo, pero necesitará cierta renovación o, al menos, una apuesta más clara por lo que de verdad son sus puntos fuertes si quiere recuperar esa frescura y ese humor verdaderamente desternillante de las dos primeras temporadas.

Envejecer no es malo, pero hay que saber hacerlo. Y Grace and Frankie tiene un reparto y un equipo detrás capaces de lograrlo. Sigamos confiando en ellos a pesar de este (pequeño) bajón.


(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

lunes, 3 de abril de 2017

La vigencia de los clásicos nihilistas de los 90


No son las únicas, ni siquiera las mejores, pero El club de la lucha y Trainspotting representan los mayores éxitos del cine nihilista de los años 90. Coincidiendo con el estreno de Trainspotting 2, el reencuentro y continuación de la cinta dirigida en 1996 por Danny Boyle, revisamos dos películas de culto que han trascendido más allá de su generación, alcanzando nuestros días con la misma validez que entonces. Es precisamente la vigencia, dos décadas después, del materialismo del que Mark Renton y Tyler Durden querían escapar, la que sirve como justificación sociológica –que no necesariamente artística o comercial– de la secuela que ha visto la luz hace unas semanas.

Trainspotting, dirigida por Danny Boyle, adapta la novela homónima que Irvine Welsh escribió en 1993. En ella, Ewan McGregor, Robert Carlyle, Jonny Lee Miller y Ewen Bremner interpretan a un grupo de amigos escoceses adictos a la heroína. Sus reflexiones sobre la vida, el sexo, la violencia y las drogas, así como su lucha por desengancharse y reincorporarse a la sociedad, son retratadas con diálogos frenéticos, una banda sonora que acentúa cada plano e imágenes tan repugnantes como psicodélicas. Heredera en gran medida de La naranja mecánica de Kubrick, se convirtió en un clásico instantáneo gracias a su apelación constante al espectador, su divertido humor negro y su retrato ácido de una realidad invisible, ignorada e incómoda.

En 1996, el mismo año que se estrenaba Trainspotting, veía la luz Fight Club, la primera novela de Chuck Palahniuk. Tres años después David Fincher llevaba a la gran pantalla una adaptación con Edward Norton, Brad Pitt y Helena Bonham Carter en los papeles principales. A pesar de que la recepción inicial por parte del público no fue la esperada, pronto acabó considerándose una obra de culto. Narra cómo un joven aparentemente normal, torturado por su insomnio, conoce en uno de sus frecuentes viajes en avión a Tyler Durden, un peculiar vendedor de jabones. Juntos fundan un club de lucha clandestino como método de escape de una existencia anodina y material. La extrema violencia, los distintos niveles narrativos y la rotundidad del mensaje despertaron amor y odio casi a partes iguales, dividieron a la crítica y aumentaron el mito de la película.


Más intensa y discutida que Trainspotting, Fight Club cuenta con su mayor atractivo en su condición de Mindgame Movie, según la clasificación de Thomas Elsaesser. Este profesor alemán considera como tales a aquellas cintas que establecen un juego de percepciones en dos posibles niveles: el de los personajes y/o el del espectador. El club de la lucha –quienes la hayan visto saben de qué hablo– es uno de los ejemplos más claros de esta teoría y es posible que esa estrategia narrativa eclipse en parte el contenido de la película. No obstante, las Mindgame Movies se enmarcan en un contexto de crisis existencialista y de búsqueda de sentido, por lo que, en realidad, el discurso nihilista no hace sino reproducirse.

Ese discurso es muy similar en las dos cintas que estamos analizando, pues la trascendencia casi religiosa y poética de Danny Boyle no choca, sino que se complementa con la crudeza y fuerza de David Fincher. Y aunque el camino para llegar a ella sea parcialmente distinto, la conclusión en ambos casos es la misma; tanto los yonquis escoceses como los violentos americanos acaban descubriendo que escapar del tedio y del conformismo materialista conduce al caos.

Ni Trainspotting ni Fight Club consiguieron ofrecer alternativas viables frente a unos modelos de sociedad que todavía hoy generan hastío entre muchos jóvenes. Y por eso mismo, Trainspotting 2 sigue teniendo cabida en la actualidad. Como en los 90, seguimos idolatrando las televisiones grandes y los muebles de IKEA. Y también como entonces, escapar de las convenciones sociales continúa resultando casi imposible sin recurrir a una sobredosis de violencia o de la droga del momento.

Así se explican el éxito y la fascinación que estas dos obras siguen gozando en nuestros días. Así se explica que, más allá de las cifras de taquilla o del entusiasmo de los fans, este discurso siga teniendo adeptos y sentido en el presente. Y seguramente lo seguirá teniendo dentro de otros veinte años. Quizá llegue entonces Trainspotting 3. Quizá nada cambie, porque, como afirma Renton, la única opción posible es escoger la vida, por muy deprimente e insatisfactoria que pueda resultar. Esa es la decisión que llevamos tomando desde hace más de veinte años.

(Publicado en Culturamas)