lunes, 26 de noviembre de 2018

[Cine] Obituario: Bernardo Bertolucci, o la violación y los límites del arte

Bertolucci era uno de los directores esenciales del cine italiano y europeo, con títulos fundamentales como ‘El último emperador’ (1987), ‘Novecento’ (1976) o ‘El último tango en París’ (1972). La violación real que tuvo lugar en esta última empaña la película y hasta su carrera, y nos devuelve al debate sobre los límites del arte (curiosamente, el día que Dani Mateo comparece ante un juzgado por “sonarse” con una bandera) 


Bertolucci con su estrella en el Paseo de la Fama. FOTO: AFP

Tras años de lucha contra una larga enfermedad que le había dejado en una silla de ruedas, hoy ha muerto en Roma, a los 77 años de edad, Bernardo Bertolucci. Su excelsa trayectoria fue reconocida en 2007 en Venecia, en 2011 en Cannes y en 2012 en los Premios del Cine Europeo, a lo que se suman los múltiples galardones que recibió por sus casi veinte trabajos como director y guionista. Destacan, por encima del resto, los 9 Oscars que consiguió ‘El último emperador’ en 1988, incluyendo el de Mejor director y Mejor guion adaptado. 

Artista comprometido con sus ideas, nunca escondió su tendencia comunista, como se aprecia en ‘Novecento’. El erotismo de ‘El último tango en París’ le llevó incluso a verse privado de su derecho al voto por ofensas al pudor. La sociedad italiana, uno de los países occidentales en los que el comunismo y la religión católica tienen una presencia más clara, marcaron su biografía y su cine. Hijo de un poeta, su trabajo también ha buscado la belleza, el arte y la libertad

Libertad, que, como concedía a El País Semanal en 2013 con motivo del estreno de ‘Tú y yo’, a menudo ha buscado en espacios cerrados. El mejor ejemplo de ello fue ‘El último tango en París’, en el que dos desconocidos entablan una relación puramente sexual en un piso parisino. Esta obra, que podríamos considerar maestra, es la que, en los últimos años, más polémica ha levantado en torno al genio italiano. 

Los límites del arte 


El propio Bertolucci reconoció años después que Maria Schneider había sido engañada para que la icónica escena de la mantequilla, en la que el personaje interpretado por Marlon Brando sodomiza al de una joven Schneider de 19 años, resultase más realista y que el público pudiera percibir con absoluta veracidad la rabia que sus gritos y su llanto reflejaban. El director defendía, sin mayores remordimientos, que quería que su actriz “se sintiera de verdad violada”, pues "para hacer películas, a veces, tenemos que ser completamente fríos"

La escena de la mantequilla en 'El último tango en París'

Bertolucci argumentaría que eran otros tiempos y que eso sería imposible en la actualidad. Sin dejar de ser cierto, eso no puede ser una justificación. Y menos para el cineasta, crítico o espectador actual. Esto nos lleva a enfrentarnos, una vez más, con los límites del arte. Y lo hace en un día en el que un humorista ha tenido que declarar ante un juez por “sonarse” con un trozo de tela una bandera

La libertad es esencial para crear. El arte, o es libérrimo, o no es. Pero cuando esa libertad choca contra la ley –o, mejor dicho, contra una ley justa que defiende los derechos humanos de las personas–, no hay creación posible. Ninguna obra de arte justifica una violación. Igual que tampoco justifica el asesinato o la violencia de alguien que no quiera ser asesinado o violentado. 

Más cuestionable y borroso puede ser el límite cuando se trata de la utilización de animales, el erotismo y la pornografía, las ofensas a los sentimientos –patrióticos, religiosos, políticos, de clase, regionales, científicos, futbolísticos, cinéfilos...–. La discusión está abierta en todos estos casos. Y es bueno que sea así, porque el arte y el humor deben, al menos de vez en cuando, ofender y provocar

Pero hay otros casos, y ese es el de la violación de Maria Schneider, en los que no puede haber dudas. Y no hay obra de arte que valga más que la vida o la integridad de las personas. Salvo que el creador o el artista se exponga de manera voluntaria y consciente a ello. Lo que excluiría a un torero que arriesga su vida porque así lo desea, lo que excluye a Luis XIV de Francia al convertir su agonía en un espectáculo barroco, lo que excluye a un actor que para meterse en el papel decide por sí mismo someterse a torturas como las que experimenta su personaje o lo que hubiera excluido a Maria Schneider si, voluntariamente, hubiera querido ser víctima de una violación (que en ese caso no sería tal) para dotar de realismo a su personaje. 

¿Qué hacemos con la obra de Bertolucci? 


El debate que surge ahora es qué hacer con los obituarios de Bertolucci y con su legado. Destacar su condición de director imprescindible no quita reconocer esa gigantesca mancha. Lo que ocurre con dicha mancha es que no puede separarse de la obra.

Brando y Schneider conversan con Bertolucci. FOTO: Everett Collection

Pensemos en Kevin Spacey o –presuntamente en este caso– Woody Allen. Es evidente que no podemos enfrentarnos a ‘American Beauty’ o, mucho menos, a ‘Manhattan’ de la misma forma, sabiendo cómo han obrado sus protagonistas en la realidad, aunque sí podemos trazar una línea entre sus trabajos artísticos y entre sus vidas personales. Lo de Bertolucci –y por extensión lo de Marlon Brando y el resto del equipo, aunque hoy no sea su día– es diferente, pues su violación fue un medio para llevar a cabo su arte. Un medio injustificado, pero un medio, al fin y al cabo, una estrategia que probablemente sí otorgó veracidad y fuerza a una de sus películas más trascendentes. Es decir, la obra de Bertoluccci está determinada por un comportamiento despreciable, por lo que es imposible separar ambos

¿Hace eso que toda la carrera de Bertolucci quede mancillada? ¿No debemos aproximarnos a ese comportamiento desde una perspectiva histórica en la que la violación no era percibida en los 70 como lo es hoy (aunque algunos patanes sigan sin haber evolucionado)? ¿Es verdaderamente separable el contexto y la vida privada de un artista como Spacey o Allen de su trabajo? ¿Es posible seguir considerando a ‘El último tango en París’ como una obra maestra? 

Es difícil formular respuestas totales, pero lo que resulta evidente –a mis ojos, porque esto no es ninguna verdad absoluta– es que Bertolucci sigue siendo un genio. Y de la misma forma que algunos genios pusieron su talento al servicio del mal –los extraordinarios documentales de Leni Riefenstahl se realizaron como propaganda nazi–, otros, como Bertolucci, pusieron el mal al servicio de su genio.

Fotograma de 'El último emperador'

Más allá de los límites, más éticos que legales, que debe tener el arte, el genio se mantiene, a veces incluso crece, cuando se asocia con el mal. Al contrario que en el deporte, en el que hacer trampas es claramente malo y está claramente definido, en el arte no hay unas normas establecidas, por lo que tampoco hay trampas y por lo que tampoco hay posibles descalificaciones. Un deportista tramposo puede perder sus medallas. Un artista despreciable no tiene por qué ser menos artista, lo que será es más despreciable.

‘El último tango en París’ se puede comparar, salvando las insalvables distancias, con ‘El nacimiento de una nación’ de David Griffith. Como trabajos artísticos, ambos tienen una calidad indudable, que ni los medios utilizados ni el contexto pueden empañar. Lo que debe ser absolutamente imprescindible es aproximarnos a ellos con todo el cuidado y pudor necesarios, sabiendo la oscuridad que esconden. E igual que estudiamos historia para no caer en errores del pasado, debemos seguir observando, admirando y criticando estas obras maestras para que su arte perdure y para que las barbaridades que las rodean no vuelvan a repetirse

Y en ese sentido, por desgracia y por suerte, Bertolucci y su cine son irrepetibles.


(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

viernes, 23 de noviembre de 2018

[Cine] Crítica: 'Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald' (2018). Vuelve la magia, pero más adulta, oscura y política

Los animales fantásticos de Newt Scamander regresan en esta segunda entrega de la saga que amplía el universo de Harry Potter. Las numerosas referencias a la socio-política muggle y al mundo mágico original permiten una película más atractiva y madura



Es esta la sexta película del universo Harry Potter que dirige David Yates. La evolución en ellas ha sido clara: se fue abandonando la estética infantil y juguetona y la fascinación por la magia de los primeros títulos para introducirnos en un mundo mágico mucho más oscuro, peligroso y complejo. El tono de las películas se ha ido adaptando a unos personajes que han ido creciendo y madurando para enfrentarse a fuerzas más malvadas y poderosas. ‘Animales fantásticos y dónde encontrarlos’, aunque un tanto anárquica, alejándose de los personajes conocidos y recreándose en las criaturas mágicas, seguía esa clasificación. ‘Los crímenes de Grindelwald’ confirman ese camino, con una obra más sombría y política, que combina el mundo mágico que hereda de la saga de Harry Potter con el mundo no mágico.

La película mejora a su predecesora al llenarse de contenido real y mágico. Real porque las lecturas políticas que se extraen del film son claras, con una fuerte crítica a las ideologías totalitarias y el racismo o debates sobre el uso de la fuerza por la autoridad. La imagen de París cubierta por banderas negras recuerda inevitablemente a la decoración de las ciudades bajo el régimen nazi.


Y mágico porque los fans nos reencontramos con personajes y tramas conocidos, algo que aporta gran riqueza y amplía el universo con el que muchos crecimos. Sigue sin ser Harry Potter, pero es un largometraje muchísimo más reconocible y emocionante para los amantes de la saga original. De hecho, es muy útil serlo para poder extraer todo el contenido y los guiños que abundan en la obra. Gracias a ‘Los crímenes de Grindelwald’ se puede conocer el origen de figuras e historias anteriores, si bien es cierto que en muchas ocasiones todavía existe un hueco entre la historia de Harry Potter y la de Newt Scamander –deberá llenarse en las tres entregas que restan de la saga–, a la vez que el comportamiento de algunos personajes no está completamente justificado. 

Más magia que cine 


A esos fallos en los personajes se suman algunas decisiones que parecen buscar que la historia avance. También da la sensación, tal vez por la sobrecarga de explosiones y efectos especiales que ofrece el cine contemporáneo, que los efectos visuales palidecen en comparación con otros films y, sobre todo, en comparación con un sonido impresionante y esencial para atarte a la butaca. La narración es bastante convencional y, aunque pueda disfrutar con el mensaje y los guiños a la saga original, la calidad estrictamente fílmica de la película es cuestionable. Es más, si la obra no significara lo que significa es probable que este análisis fuera mucho más crítico. 

Por suerte, no podemos separar la obra de su contexto, del que, por cierto, esta película sabe nutrirse de forma única. Igual que tampoco podemos separarla de unas interpretaciones magníficas. No solo la tan comentada de Johnny Depp, sino también la de un Ezra Miller vulnerable y desorientado, y en torno al que gira toda la narración, y la de un Eddie Redmayne con un entrañable carácter autista, más cómodo en el contacto con criaturas que con personas. Me sobra, no obstante, el personaje de Jacob Kovalski; aunque casaba muy bien con la línea de ‘Animales fantásticos y dónde encontrarlos’, aquí tiene menos sentido mantener un personaje cómico que aporta muy poco a la trama. 


Su presencia descarga la intensidad de un trabajo que no lo necesita, pues es precisamente en su intensidad donde encuentra su mayor potencial. Sigue sin resultar rompedora por sí misma y sin ser el Harry Potter que muchos extrañan –extrañamos–, pero encuentra su camino uniendo, con intensidad, nostalgia y trascendencia. Y demostrando así que la evolución del universo de J. K. Rowling continúa

Lo mejor: dos momentos que resumen el alma de la obra[1]
Lo peor: no se recrea en lo impresionante que es la magia 
Nota: 7.5/10

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)


[1] [SPOILER] El regreso a Hogwarts con el Tema de Hedwig, muy emocionante para quienes pensamos que no volveríamos a la Escuela de Magia y Hechicería; y el mitin de Grindelwald, cargado de referencias a los fascismos del siglo XX, con la predicción sobre la II Guerra Mundial, y la posterior batalla.

domingo, 11 de noviembre de 2018

[Series] 'La ciudad y la ciudad' (2018): miniserie noir con lecturas políticos-sociales


Filmin estrena el martes 13 de noviembre la miniserie de la BBC Two ‘La ciudad y la ciudad’, protagonizada por David Morrisey y basada en la novela negra de China Miéville. Una obra inteligente, ambiciosa y compleja, con aciertos notables, pero que no consigue despertar toda la tensión que lleva dentro 


Dos ciudades físicamente unidas, pero radicalmente opuestas y separadas. En realidad, una ciudad dividida en dos. No por un muro o una valla, sino por la norma que impide mirar y cruzar hacia el otro lado. Los habitantes de una ciudad desconocen por completo cómo es y qué ocurre al otro lado. Y mientras tanto, la vida continúa en la decadente y nacionalista Besźel y en la más próspera y burocratizada Ul Qoma.
Puede sonar a una nueva alusión a la Berlín de la Guerra Fría, separada por el Muro, materialización del Telón de Acero que separaba los bloques capitalista y comunista. Incluso la torre desde la que se emite la propaganda para que los ciudadanos de Besźel solo vean Besźel recuerda a la Torre de Televisión en la Alexanderplatz berlinesa. No obstante, las referencias en la miniserie de la BBC Two que ahora llega a Filmin son mucho más escasas y sutiles que en otras obras semejantes, como la reciente ‘Counterpart’. 

Aquí el debate va un poco más allá, intuyendo críticas al nacionalismo y tanto al socialismo como al capitalismo, así como a la burocratización, la hipervigilancia o la propaganda. Tiene toques de ‘1984’, aunque sin la crudeza y el control extremo de esta, y realizando un cierto trabajo de aproximación de la distopía orwelliana al contexto actual. 

Construcción ambiciosa y compleja 


Más allá del mensaje y la crítica que subyace, lo llamativo de esta adaptación de la galardonada novela homónima de China Miéville está en su propia construcción. Los cuatro episodios de 60 minutos se organizan en torno a cuatro zonas: Besźel, Ul Qoma, Orciny (una mítica ciudad ubicada, supuestamente, entre las dos anteriores) y la Brecha (la frontera entre las dos primeras, regida por una poderosa y misteriosa organización). La línea argumental que une todo es la investigación del inspector Tyador Borlú del Equipo de Crímenes Violentos de Besźel, que se adentra en un entramado de mitos, conspiraciones y peligros al hacerse cargo del caso de una estudiante extranjera aparecida muerta en Besźel tras haber sido asesinada en Ul Qoma.


Hay un ligero caos en la estructura, que busca épica y complejidad en la narración, aunque parece perderse, generando sensación de desconcierto. Algo semejante ocurre con las visiones y recuerdos del mucho más desconcertado protagonista, notablemente interpretado por David Morrisey, que añaden capas a la historia, pero llegando a resultar en ocasiones innecesarios y hasta forzados, lo que hace que la historia sea más densa. 

Tal vez por eso, su capacidad de impedir al espectador apartar la vista de la pantalla es limitada. Es tensa y atractiva, sobre todo en su dimensión noir y en su valiente apuesta por el thriller político, si bien no consigue satisfacer toda su ambición. Ambición que se aprecia a su vez en la utilización de la imagen, con tomas y planos poco habituales, tendentes a la grandilocuencia y cargados de significado y simbolismo. También la suciedad de Besźel y la composición opuesta y equivalente de las dos ciudades transmite la opresión del entorno con acierto.


En general hay más aciertos –junto a los mencionados también encontramos algunos toques de humor gracias a personajes como la agente Corwi– que fallos –es más bien el hecho de saber que había posibilidades de mejora–. Mas, sobre todo, destaca un mensaje, que sobresale por encima de la alegoría de George Orwell o de las referencias al Muro de Berlín, y es que el dinero vale más que las ideas o los valores y que el nacionalismo no es más que otro negocio. Menos mal que el inspector Borlú no está de acuerdo.


(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

jueves, 8 de noviembre de 2018

[Series] 'Regreso a Howards End': precioso y perfeccionista drama de época británico

Hayley Atwell y Matthew Macfadyen en Regreso a Howards End

‘Regreso a Howards End’, disponible en Filmin, combina casi todos los elementos del drama de época británico con unas grandes actuaciones para lograr una obra actual, sutil, inteligente, redonda y (tal vez demasiado) bonita


Pocos países cuentan con una producción tan reconocida y reconocible como el Reino Unido. ‘Downton Abbey’ no es ni de lejos el único, aunque sí es el más característico y al que es imposible no recurrir al analizar ‘Regreso a Howards End. Tampoco es posible separarse de la novela de E. M. Forster en la que se basa, ni de la película homónima de James Ivory estrenada en 1992.

La miniserie dirigida por Hettie MacDonald bebe de todos ellos, explotando al máximo los aspectos propios de los dramas de época británicos: tramas familiares, con un drama más bien ligero pero constante; ese humor británico tan popular y tan difícil de comprender; una banda sonora suave y frecuente; paisajes pintorescos y casas hermosas, con recogidos interiores y abiertos exteriores; el exceso de corrección y pompa de la sociedad, sobre el que constantemente se debate; y una profunda reflexión sobre la diferencia de clases, la revolución de la sociedad y la creciente independencia femenina, con el sufragismo como caso paradigmático. Cada uno de estos elementos puede observarse por separado, pues su riqueza es muy notable.

La trama: el camino de los hermanos Schlegel, sobre todo de las dos hermanas mayores, se cruza con el de la adinerada familia Wilcox y de el de la familia de clase trabajadora Bast. Una herencia disputada, un amor frustrado, un matrimonio casi de conveniencia, diversos líos inmobiliarios, dificultades económicas, alguna infidelidad... A pesar de su desigual gravedad, los temas se tratan con calma y sin excesiva gravedad, adentrándose en lo que significan para los personajes que los viven.

El humor: no abunda, pero es constante a lo largo de los cuatro capítulos, con el caprichoso y brutalmente sincero Tibby Schlegel como elemento cómico.

La música: de gran belleza, aparece en numerosos momentos, ayudando a comprender el tono y la sensación de secuencias que, en ocasiones, no resultan tan explícitas. Predomina la cuerda y el piano, también con presencia diegética.

El entorno: tanto la espléndida residencia rural de Howards End como las residencias urbanas son elementos centrales en la trama; tanto los edificios, más o menos lujosos, pero siempre coquetos y hermosos, como los exteriores naturales y urbanos (muy detallista y trabajada la combinación de carruajes y coches en las calles, un tanto sucias y embarradas) suponen uno de los aspectos más atractivos de la serie, gracias en parte a la preciosa fotografía, que cuida cada plano.

El lenguaje: la formalidad y la pompa británicas se tematizan aquí con personajes, sobre todo los tres Schlegel –de ascendencia alemana–, directos y honestos. La distinción entre la forma de hablar de las distintas clases sociales y entre géneros es sobra la que reposa el debate sobre sus desigualdades.

Regreso a Howards End

La reflexión sobre la desigualdad: es un tema recurrente en este tipo de obras, pues reflejan el momento en el que las brutales diferencias de clase y de género comenzaron a venirse abajo. Por supuesto, ese proceso no ha concluido en la actualidad, por lo que, sobre todo el contenido feminista, tiene una gran vigencia en el presente.

Perfección extrema


Cada uno de estos elementos es tratado con mimo, inteligencia y sutileza. De hecho, esa sutileza es la principal característica diferenciadora de esta miniserie, pues la maldad y la bondad son relativas, buscando comprender los motivos de cada personaje, y sin que sea sencillo incluir a cada uno de ellos en compartimentos estancos, pues su complejidad lo impide. Esto resulta especialmente interesante en lo referente a la discusión sobre la desigualdad social y de género, pues no se realiza un juicio desde la perspectiva actual, sino que, se observa desde la propia sociedad de aquel momento.

Así, la serie resulta cautivadora. Sin que esté sucediendo en la pantalla algo extraordinario, la inmersión en la trama es total, gracias en gran medida al lenguaje y carisma de los protagonistas. Sus actuaciones, en especial la de Hayley Atwell, son muy comprometidas y minuciosas.

Hayley Atwell y Matthew Macfadyen en Regreso a Howards End

Esto no impide, quizás incluso promueve, que la miniserie resulte excesivamente bonita y perfecta. El cuidado de cada plano, de cada situación y de cada diálogo llega a resultar un tanto empalagoso y a restarle credibilidad. Esto se ejemplifica en el último tramo del último episodio, en el que todo debe quedar resuelto y adornado. Sin embargo, el cierre resulta aséptico y precipitado, sin la profundidad y el nivel de detalle del resto de los capítulos, y con una inverosímil pulcritud.

Ese cierre deja una sensación agridulce, propia también de este tipo de producciones, si bien aquí no es una opción de la historia, sino una discutible decisión narrativa. Tal vez fuera este elemento el único que faltaba a esta miniserie para hacer un arte de todas las características del drama de época británico.


(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

viernes, 2 de noviembre de 2018

[Series] 'Narcos: México': en busca de identidad, demostrando que Escobar y Colombia no son esenciales

Crítica de 'Narcos: México'

El 16 de noviembre se estrena en Netflix ‘Narcos: México’, con Michael Peña y Diego Luna en los papeles principales, la cuarta temporada de ‘Narcos’, con tintes de serie independiente, busca una identidad propia tras cambiar de escenario y de patrón


Se puede discutir sobre si ‘Narcos’ es una de las mejores series de Netflix o incluso de la presente edad dorada de la televisión. Lo que no se puede discutir es que ‘Narcos’ era, en gran medida, Pablo Escobar. Es cierto que la segunda temporada y, en mayor medida, la tercera, ya sin el líder del Cártel de Medellín en pantalla, ampliaron el universo, con nuevos personajes y tramas más complejas. Sin embargo, el halo de Escobar, así como su imperio y su modelo de negocio, continuaban. A su vez, en lo referente a la serie, también se mantenían la línea temporal y el estilo. ‘Narcos: México’ rompe ahora por completo con lo referente a Escobar y Colombia, empleando un equipo, unos intérpretes y unas localizaciones distintas, y buscando construir su propio camino, a menudo, como contraposición y complemento a sus predecesoras. De hecho, aunque ‘Narcos: México’ es la cuarta temporada de 'Narcos', es inevitable encontrar elemento que la acercan a una serie independiente. Lo que es seguro es que parece imposible entender la historia mexicana sin establecer (a veces odiosas) comparaciones con la ambientada en Colombia.

Las principales semejanzas son la voz en off de un agente estadounidense que contextualiza e introduce datos históricos; el doble uso del inglés y el español, este último extremadamente colorido y vulgar; la narración desde el momento en el que comienza a construirse el imperio de la droga, que coincide con la llegada de un agente de la DEA a, en este caso, México; o la utilización de abundante música latina para acentuar o casi oponerse a los hechos que se relatan. La principal diferencia, junto a la falta de la novedad que sí tenía la producción original, es que, salvo un cameo hacia la mitad de la temporada, no tenemos a un personaje tan carismático como Escobar.

Es precisamente a partir de ese punto de inflexión, que se da en el capítulo cinco, en el que los narcos desafían a los estadounidenses y entra en escena la cocaína, cuando la historia comienza a adquirir la garra y la intriga que caracterizaba a las tres anteriores. Hasta entonces todo es mucho más lento y detallado, lo que puede resultar menos atractivo, pero sirve para comprender la frustración de los agentes de la DEA en sus choques contra las corruptelas de las instituciones mexicanas y la inactividad de las estadounidenses. Esto también permite una muy elaborada y acertada evolución de unos personajes ricos y complejos.

Diego Luna en 'Narcos: México'

Estos diez capítulos se pueden resumir, por lo tanto, en dos partes: una primera mitad más pesada, que gira en torno a la marihuana, y una segunda, con la cocaína ganando protagonismo y acercándose a la brutalidad y la emoción originales. En el centro, Miguel Ángel Félix Gallardo (un notable Diego Luna), que pasa de ser un policía de Sinaloa con una pequeña plantación de marihuana a convertirse en el cabecilla de la mayor organización de narcotraficantes de México. Más inteligente y calculador que Escobar, aunque menos bruto y carismático que este, no tiene una vis patética o imitable como sí tenía el personaje interpretado por Wagner Moura. 

La creación de un nuevo imperio 


El imperio que vemos cómo construye Félix Gallardo es, en realidad, la base de toda la problemática en torno al narcotráfico que hoy día persiste en México. Así, la serie adopta una perspectiva un tanto diferente al más distante (geográfica y cronológicamente) caso colombiano. En este último, además, la guerra se construía de forma clara entre los narcos y las instituciones colombianas y estadounidenses; en la serie protagonizada por Michael Peña la guerra tiene como principal rival no solo a los traficantes, sino a corruptos y poderosos organismos y personajes de la política y la justicia del país azteca. La lucha contra ellos hace que la mayor parte de los esfuerzos de los “buenos” sea inútil y que el problema se alargue hasta la actualidad. 

Esas ramificaciones en el presente obligan a la serie a una mayor autoconsciencia, que se aprecia en las alusiones al actual debate sobre la legalización de la marihuana, en una nueva forma de autocrítica hacia el papel de Estados Unidos y en referencias directas a la situación actual, incluyendo la temprana aparición del Chapo Guzmán. Encontramos incluso apelaciones directas al espectador cuando, refiriéndose al narcotráfico en Colombia, el narrador omnisciente afirma que “a estas alturas ya lo sabrás todo sobre Colombia, pero en los 80 no sabíamos nada”.

Esa actualidad del conflicto permite a la serie extenderse a lo largo de varias temporadas. Es más, esta entrega, que podríamos considerar autoconclusiva, sirve perfectamente como prólogo para futuros trabajos. El último capítulo, sin hacer ningún spoiler, plantea un nuevo punto de inflexión en la lucha contra el narcotráfico en México y lo más probable es una continuación desde ese momento.

'Narcos: México'

Confiemos en que lo que venga consiga afianzar el estilo que esta temporada ha buscado con desigual éxito. El material y los personajes tienen riqueza para poder crear un camino propio, y ni Escobar ni Colombia son esenciales. ‘Narcos: México’ recién empieza, hijos de la chingada.

Crítica de 'Narcos: México'

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

[Cine] Crítica: ‘Asesinato en la universidad’ (2018), de Iñaki Peñafiel: notable en promoción, suspenso en cinematografía

‘Asesinato en la universidad’ (2018), de Iñaki Peñafiel

El telefilm de TVE aprovecha el pasado y la belleza de Salamanca y su ocho veces centenaria universidad, pero falla en una narración poco sutil y predecible


Asesinato en la universidad’ cumple su objetivo de servir como celebración del VIII Centenario años que ahora cumple la Universidad de Salamanca; repasa algunos momentos y personajes clave de su historia y explota la belleza y los tópicos –ese hornazo– de la ciudad y de la propia institución, poniendo de relieve el papel esencial que ambas han tenido en la evolución de la historia, la literatura, el pensamiento y el conocimiento en España. Es indiscutible el valor publicitario que el telefilm tiene para una ciudad de la hermosura y el recorrido histórico y educativo de Salamanca. Como película de drama o intriga, su valía es bastante más dudosa.

Y eso que la trama parece bien escogida: una historiadora es contratada por una congregación agustina para investigar el posible asesinato, cinco siglos atrás, de un catedrático de su orden, maestro de Fray Luis de León en la que era en aquel momento una de las universidades más importantes del mundo. En la investigación se verán involucrados oscuros intereses personales y eclesiásticos, pues lo sucedido en 1543 afecta a la no menos oscura Inquisición y a la lucha entre órdenes religiosas en el seno de la universitas salmantina. Esto, en el magníficamente explotado marco y con nombres como Patrick Criado, Leonor Watling, Javier Pereira o Daniel Grao, podría haber dado lugar a un trabajo mucho más rico e interesante.

Sin embargo, tanto la adecuación histórica como, y esto es más grave, la narración de la obra, se quedan lejos del aprobado. La falta de veracidad histórica es evidente mas, incluso cuando podríamos exigirle el rigor que se debería transmitir en una universidad, soy partidario de que la ficción se tome licencias históricas en favor de la narración. Más grave es, como digo, que esa narración resulte a ratos confusa, forzada y predecible. La estructura no es lo suficientemente clara como para mantener una doble línea argumental. Al mismo tiempo, los diálogos parecen artificiales, en especial por esa manía de muchas producciones españolas, sobre todo de televisión, de intentar demostrar cuántos detalles históricos conocen. Ese sabelotodismo, del que muchos hacemos gala en la universidad, transmite una cierta pedantería en la ficción, por mucho que se le quiera dotar a esta de una vertiente didáctica. Además, en todo momento le falta sutileza y parece querer darle al espectador todo migado para no hacerle pensar más de la cuenta. Esto lastra unas interpretaciones cuidadas en la expresividad, pero un tanto sobreactuadas en las conversaciones y en su deseo por explicar aspectos innecesarios.

‘Asesinato en la universidad’ (2018), de Iñaki Peñafiel

Tampoco se presta excesiva atención al vestuario, el maquillaje o los detalles, desde esa vaca en el medio de la carretera a ese coche que circula por la Plaza de Anaya, aunque sí hay dos de gran interés: por un lado, la forma en la que el maestro es enterrado vivo y despierta en el interior de la tumba recuerda a lo que le sucedió al propio Fray Luis de León en la realidad; por otro, existe una mención a una beca de doctorado que hará reír –o llorar– a múltiples doctorandos, tanto salmantinos como de otras universidades. 

Son estos guiños, junto a la imagen que se transmite de la capital charra y su universidad, los que permiten un notable interés, sobre todo para estudiantes, habitantes, visitantes o amantes de la ciudad del Tormes. Una lástima que los aspectos más puramente cinematográficos no estén a la altura.

Lo mejor: poder admirar la riqueza que ofrecen Salamanca y su universidad
Lo peor: que aprovechen la más mínima oportunidad para introducir datos históricos
Nota: 4.5/10

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

jueves, 1 de noviembre de 2018

Matar al padre: Valiente incomodidad

Estrenada el pasado mayo en Movistar+, Matar al padre utiliza cuatro momentos en apariencia intrascendentes para contar la historia de un hombre, una familia, una ciudad y un país. Su apuesta por apelar a la incomodidad del espectador funciona, demasiado, probablemente.

Movistar+ tiene algunos de los productos españoles más destacados del año, desde Vergüenza, hasta La zona, pasando por El día de mañana o La peste. El éxito de público, crítica y premios de estos, unido a la popularidad de algunas de sus importaciones, le permiten a la plataforma de televisión a la carta española un margen de maniobra muy útil a la hora de lanzar proyectos más arriesgados. Uno de ellos es Matar al padre, en el que la directora Mar Coll –la primera mujer que se pone tras las cámaras en una producción de Movistar– experimenta con la narración y el formato.

La miniserie refleja el devenir de una familia catalana en cuatro años concretos de la historia reciente de España: 1996, 2004, 2008 y 2012. Se pasa, por lo tanto, de la euforia postolímpica a la depresión de la crisis económica. En el centro de la trama se sitúa Jacobo (Gonzalo de Castro), un abogado fácilmente irascible y con un notable trastorno obsesivo compulsivo, padre de un hijo depresivo y una hija independiente y esposo de una terapeuta frustrada. La evolución de estos personajes a lo largo de los cuatro capítulos es no solo el elemento central, sino también el más atractivo y cuidado de la serie.

Para ello, la narración explora de forma valiente caminos nuevos, logrando cotas interesantes en el desarrollo de la historia en torno a la enfermiza relación de un hombre con quienes le rodean. En todo momento predomina la tragicomedia, con un humor ocasionalmente negro y una sucesión de situaciones a mitad de camino entre el patetismo y la incomodidad.

Una serie molesta

Ese patetismo e incomodidad devienen en desagrado y fastidio. En parte de forma premeditada, pues es la única forma de relacionarse con unos personajes y una trama tan grises. Como gris es también la paleta de colores, con tonos apagados, que nunca transmite una vivacidad que, por otra parte, los personajes tampoco permiten.

Sin embargo, la sensación de molestia, casi de hastío, resulta excesiva. El arriesgado experimento que plantea Mar Coll excede sus propios límites, buscando con demasiada insistencia la incomodidad en cada secuencia. Se termina eliminando gran parte de la trama y dejando que todo el peso de la serie caiga sobre unos personajes ricos y en constante evolución, pero insuficientes.

El capítulo más agradable y dinámico es precisamente el tercero, en el que se abandona parte del feísmo para dar pie a una mayor cantidad de interacciones, dando más peso a algunos secundarios y apostando por un humor más convencional. Es aquí donde se logra una mezcla más equilibrada entre una producción con unos personajes muy atractivos y un experimento televisivo valiente, arriesgado y, en gran medida, acorde con los tiempos actuales y recientes.

Y esta apuesta, aunque no funcione, es de agradecer, porque abrir caminos nuevos en la narración, sobre todo cuando se hace buscando el choque frontal con la diversión y la distracción que busca el público, es loable y muy necesario. Admitir que Matar al padre no me ha gustado no impide reconocer su valía, tanto en el contexto televisivo presente como en el futuro. Y eso es, sin destripar nada, lo que se refleja en la última secuencia de la miniserie.

(Publicado en Culturamas)