viernes, 26 de febrero de 2016

La vida real no garantiza el final feliz


Este viernes llega a los cines españoles Brooklyn (2015, John Crowley), una de las películas que el domingo serán protagonistas en la gala de entrega de los Oscar en Hollywood. Junto a sus tres nominaciones para estos galardones, Brooklyn ha sido elegida Mejor Película Británica en los Premios BAFTA. A además de los numerosos reconocimientos, nominaciones y premios y los halagos de la crítica, cabe destacar la brillante y descomunal interpretación de Saoirse Ronan. La joven actriz estadounidense de origen irlandés, una de las intérpretes femeninas con mayor futuro, llena la pantalla con su presencia y no nos deja otra opción que empatizar con su personaje. Un personaje, Eilis, que en los años 50 decide dejar su casa en Irlanda, donde vive con su madre y su hermana, para emigrar a Estados Unidos en busca de un futuro con más oportunidades que en su deprimido país de origen. La trama se centra en las decisiones que tendrá que tomar entre dos vidas y dos amores a ambos lados del Atlántico.

Pero a esta historia de amor más o menos clásica, debemos añadir la dureza del viaje, la soledad y el inicial desconocimiento de su nuevo hogar, así como la distancia que le separa de su familia y el ingente esfuerzo para poder salir adelante y que el sacrificio haya merecido la pena. Porque al final, no estamos solamente ante un drama romántico, sino ante una conmovedora historia de emigración.

Y la historia se repite. Lo que ocurría a Eilis en la Irlanda de los años 50, le ocurre a otras muchas personas en la España del siglo XXI. Los motivos que impulsan a cada emigrante son incontables, algunos, tan poéticos como el amor. Pero, tras muchos otros, subyace la misma motivación, mucho más prosaica, de la película: la falta de oportunidades y la imposibilidad de vislumbrar un futuro.

En la vida, a diferencia de en las películas de ficción, no podemos elegir el final que queremos. Lo único que podemos hacer es luchar y esforzarnos por que sea lo más feliz posible. Lucha y esfuerzo son esenciales en esta aventura, pero no siempre son suficientes. Y si ese final feliz llega, será tras mucho tiempo: cuando las fronteras se hayan difuminado por completo, cuando no seas un visitante en tu tierra, y cuando el idioma, la cultura, la gastronomía, los valores y las costumbres hayan sido interiorizados hasta el punto de olvidar las comparaciones.

Pero antes de llegar a ese punto habrá que enfrentarse a diferentes obstáculos en el camino. Quizás lo tengamos un poco más fácil que Eilis, pues ya no precisamos días de trayecto en barco, sino unas pocas horas de avión; igual que tampoco necesitamos cartas que tardan semanas en recibir respuesta, sino Whatsapps o videollamadas por Skype que nos conectan con todo el mundo en fracciones de segundo. Pero la distancia, la soledad, las barreras sociales, culturales y linguísticas siguen estando presentes. Y se unen al vértigo, el miedo y la presión inherentes a una aventura como es la de hacer las maletas para probar fortuna en una tierra que no es la tuya. Al final, siempre falta algo, el emigrante no vuelve a estar completo.

Todo esto lo vivió Eilis en los años 50 cuando cambió las verdes praderas irlandesa por la gran urbe neoyorquina. Y también lo vivieron, lo vivimos y lo seguirán viviendo muchísimos españoles que, en busca de ese final feliz de las películas, deciden luchar por un futuro lejos de casa.

Y habrá quienes fracasen y quienes lo consigan sin apenas esfuerzo. Es imposible e injusto generalizar, porque cada caso y cada aventura son diferentes. Pero cuando se trata de compatriotas, a los que sentimos más cercanos, y al igual que ocurría en el caso de Eilis, sus historias consiguen conmovernos y despertar nuestra empatía.

Sin embargo, nos cuesta más empatizar con aquellos cuya historia está cargada por un dramatismo mucho mayor. Es lógico, las diferencias son mayores que con otros españoles. Pero pensad en quienes no contemplan la opción de regresar a casa porque su hogar fue destruido por una bomba, o porque allí son perseguidos, o porque en su país no encuentran más que miseria, desigualdad e injusticias. Pensad en quienes, en lugar de un avión, tuvieron que coger una barcaza a motor y cruzar el Mediterráneo de noche; o en quienes en lugar de cruzar un mero control de seguridad en el aeropuerto, saltaron un alambre de espino intentando escapar de los soldados desplegados en la frontera; o en quienes, en lugar de telefonear a casa para saber cómo va todo, deben hacerlo para saber si su familia sigue viva en medio de la guerra; o en quienes, además de las barreras culturales e idiomáticas, deben enfrentarse a las barreras levantadas por el odio, el miedo y el rechazo.

Pensad que Eilis, con todo el drama que nos muestra esta película, puede considerarse una afortunada. Y pensad que muchos emigrantes españoles de nuestros días, aun con sus penurias, problemas y sacrificios, se ven a sí mismos como privilegiados.

Y ojalá la vida, como en las películas, traiga a todos y todas las Eilis del mundo, el final feliz que buscaban al iniciar su aventura lejos de casa.


(Publicado en Neupic)

lunes, 22 de febrero de 2016

Escandalizaos

FOTO: J. B. Mundo
En estos días, en los que uno de los temas más mediáticos está siendo el juicio a Rita Maestre por su irrupción en la capilla de la Complutense, vuelve a ponerse de relieve la atención que los medios de comunicación prestan a todo tipo de polémicas y escándalos que fomentan la división ideológica. Abundan los ejemplos.

El Carnaval (una fiesta irreverente en sí misma) ha venido marcado por el escándalo que generaron unos títeres. En Navidad, todo lo que rodeó a Reyes Magos y Reinas Magas, también estuvo cargado de controversia. Y entre medias, la foto de un torero con su hija en brazos mientras se enfrentaba a una vaquilla fue objeto de acaloradas discusiones. Ya en los últimos días, un poema en el que se versionaba el Padrenuestro con una importante carga sexual fue protagonista de la entrega de los Premios Ciudad de Barcelona. De nuevo, la polémica estaba servida, igual que había ocurrido un día antes, cuando la Policía decidió felicitar a través de Twitter San Valentín en tono de humor diciendo que si alguien te “roba” un beso no es delito.

Nos escandalizamos por casi todo; ponemos el grito en el cielo por un tuit, por un poema y por una función de títeres. Pero también por un chiste, por una vestimenta, por una foto o por una crítica. Según en qué contexto, y dependiendo del autor y del contenido, estas formas de expresarse pueden alcanzar unas dimensiones y una trascendencia desmesuradas dentro de la opinión pública. Por supuesto, no hace falta hacer oídos sordos ante estas manifestaciones. Pero tampoco se deben sobredimensionar. Igual que no puede indignarnos más un tuit o un poema que un desfalco millonario de dinero público o que una violación de derechos humanos. La discusión sobre las formas nunca puede impedirnos discutir sobre el fondo.

Pero además se produce un fenómeno que desvirtúa todavía más los escándalos centrados en palabras y gestos, y es el desconocimiento de su contexto o su contenido íntegro. Por eso yo no puedo defender ni atacar la obra de los titiriteros de Madrid, ni el poema “blasfemo” de Barcelona. Solamente conozco, como casi todos, la frase llamativa y polémica de la que se han hecho eco los medios mayoritarios. Pero en un contexto determinado, esa frase puede no implicar apología del terrorismo ni insultar una religión. O puede que sí. Pero se necesita conocer mucho más sobre ella para poder interpretarla.

Esto es requisito indispensable en cualquier debate, pero en los casos que hemos mencionado, en los que apenas se rasca la superficie y parece que lo único importante es la discusión encendida y polarizada, se vuelve aun más necesario.

Pero por encima de las polémicas y de la calidad de los debates, la verdadera esencia de este asunto es la defensa de la libertad de expresión. Es inherente al humor, al arte o a la crítica social su capacidad de hacer rodar cabezas o de generar incomodidad. Ese es su sentido de ser. Y es evidente que deben respetarse unos límites, pero estos son siempre difusos, y será misión de los organismos judiciales velar por que se garanticen los derechos de todas las personas.

Porque la libertad de expresión choca con frecuencia con otros derechos y opiniones, pero convendría intentar no ofendernos con tanta facilidad cuando algo va contra nuestras ideas y creencias. En estos casos, lo mejor será ignorarlas e intentar empatizar con quien se muestra contrario a lo que nosotros pensamos, confiando en que esa persona hará lo mismo cuando seamos nosotros quienes nos manifestemos contra algo que ella defiende.

Lo que sí debería ofendernos (y contra eso sí que parecemos ponernos una coraza con frecuencia) son las injusticias. Los hechos, más que las palabras. Porque son las acciones las que verdaderamente pueden suponer un perjuicio para la sociedad. Y si ignoramos estas acciones cuando no nos afectan, escondiéndolas tras debates injustificados sobre expresiones o gestos casi intrascendentes, estaremos permitiendo que quienes en realidad están dañando a los demás se sigan saliendo con la suya. No deberíamos estar preocupados sobre qué se puede y no se puede decir, sino sobre qué se puede y no se puede hacer.

FOTO: C. Pastrano
El arte, el humor y cualquier otra forma de expresión no pueden caminar con pies de plomo por el miedo a ofender, sino con la confianza de saberse protegidos, pudiendo así impulsar comportamientos deseables y denunciando aquellos lesivos, siempre desde la más amplia pluralidad que nos permita descubrir nuevas opciones y nuevas soluciones. Porque solo siendo conscientes de que nadie posee la verdad absoluta y de que el pluralismo es, no solo inevitable, sino deseable, conseguiremos que la sociedad avance en la dirección más favorable para todos.

(Publicado en El Blog del Suscriptor de El Español)