Estrenada el pasado mayo en Movistar+, Matar al padre utiliza cuatro momentos en apariencia intrascendentes para contar la historia de un hombre, una familia, una ciudad y un país. Su apuesta por apelar a la incomodidad del espectador funciona, demasiado, probablemente.
Movistar+ tiene algunos de los productos españoles más destacados del año, desde Vergüenza, hasta La zona, pasando por El día de mañana o La peste. El éxito de público, crítica y premios de estos, unido a la popularidad de algunas de sus importaciones, le permiten a la plataforma de televisión a la carta española un margen de maniobra muy útil a la hora de lanzar proyectos más arriesgados. Uno de ellos es Matar al padre, en el que la directora Mar Coll –la primera mujer que se pone tras las cámaras en una producción de Movistar– experimenta con la narración y el formato.
La miniserie refleja el devenir de una familia catalana en cuatro años concretos de la historia reciente de España: 1996, 2004, 2008 y 2012. Se pasa, por lo tanto, de la euforia postolímpica a la depresión de la crisis económica. En el centro de la trama se sitúa Jacobo (Gonzalo de Castro), un abogado fácilmente irascible y con un notable trastorno obsesivo compulsivo, padre de un hijo depresivo y una hija independiente y esposo de una terapeuta frustrada. La evolución de estos personajes a lo largo de los cuatro capítulos es no solo el elemento central, sino también el más atractivo y cuidado de la serie.
Para ello, la narración explora de forma valiente caminos nuevos, logrando cotas interesantes en el desarrollo de la historia en torno a la enfermiza relación de un hombre con quienes le rodean. En todo momento predomina la tragicomedia, con un humor ocasionalmente negro y una sucesión de situaciones a mitad de camino entre el patetismo y la incomodidad.
Una serie molesta
Ese patetismo e incomodidad devienen en desagrado y fastidio. En parte de forma premeditada, pues es la única forma de relacionarse con unos personajes y una trama tan grises. Como gris es también la paleta de colores, con tonos apagados, que nunca transmite una vivacidad que, por otra parte, los personajes tampoco permiten.
Sin embargo, la sensación de molestia, casi de hastío, resulta excesiva. El arriesgado experimento que plantea Mar Coll excede sus propios límites, buscando con demasiada insistencia la incomodidad en cada secuencia. Se termina eliminando gran parte de la trama y dejando que todo el peso de la serie caiga sobre unos personajes ricos y en constante evolución, pero insuficientes.
El capítulo más agradable y dinámico es precisamente el tercero, en el que se abandona parte del feísmo para dar pie a una mayor cantidad de interacciones, dando más peso a algunos secundarios y apostando por un humor más convencional. Es aquí donde se logra una mezcla más equilibrada entre una producción con unos personajes muy atractivos y un experimento televisivo valiente, arriesgado y, en gran medida, acorde con los tiempos actuales y recientes.
Y esta apuesta, aunque no funcione, es de agradecer, porque abrir caminos nuevos en la narración, sobre todo cuando se hace buscando el choque frontal con la diversión y la distracción que busca el público, es loable y muy necesario. Admitir que Matar al padre no me ha gustado no impide reconocer su valía, tanto en el contexto televisivo presente como en el futuro. Y eso es, sin destripar nada, lo que se refleja en la última secuencia de la miniserie.
(Publicado en Culturamas)
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