sábado, 14 de noviembre de 2015

Hijos de una generación que no se va a dejar intimidar


La noche del 23 de febrero de 1981, la noche en la que se produjo el infame intento de golpe de estado en España, es popularmente conocida como la Noche de los Transistores. Recuerdo a mi madre explicarme el porqué de esta denominación: muchas personas siguieron los sucesos que tenían lugar en Madrid y en otros puntos de la geografía española a través de la radio. Esa noche muchas personas no durmieron sabiendo que la democracia volvía estar en peligro en España.

Hoy comprendo mejor a esa generación de jóvenes a la que pertenecían mis padres y que vivió aquellos hechos con el miedo de que la todavía reciente e insegura democracia volviera a derrumbarse. Hoy yo estoy viviendo una noche similar, en la que la democracia, la libertad y la seguridad han vuelto a ser atacadas.

Todos somos hijos e hijas de nuestra generación, forjados por la Historia que nos toca en suerte. Y lo que hoy yo vivo con miedo, nerviosismo e impotencia, es lo que vivieron otros jóvenes cuando Londres, Madrid o Estados Unidos fueron atacados por grupos terroristas el 7 de julio de 2005, el 11 de marzo de 2004 y el 11 de septiembre de 2001, respectivamente. La misma experiencia de quienes siguieron el desarrollo del 23-F a través de los transistores.

Hoy esta generación experimenta vulnerabilidad ante la facilidad con la que se puede sembrar el caos en una de las principales urbes del planeta. Y siente miedo ante la posibilidad de que la seguridad que tomamos por garantizada deje de estarlo. Esta noche todos hemos sentido miedo porque hemos visto que nuestra libertad se ha visto atacada de forma inesperada, bárbara, sangrienta y violenta. De forma irracional, inútil y cobarde.

Eso es lo que los monstruos querían: que el miedo campara a sus anchas por el mundo entero igual que los terroristas habían campado a las suyas por las calles de París. El miedo ha sido un sentimiento esencial esta noche en todo Occidente. Pero conviene recordar algo muy importante que leí en Facebook hace un momento, y es que el terror vivido esta noche en París es el terror que hace huir a quienes muchos quieren negar la entrada en nuestras fronteras.

Ese es el desafío que se plantea ahora: responder al terror con entereza y justicia, diferenciando a los verdaderos responsables, a los fanáticos, del resto de las personas, y sabiendo que el Islam, el de verdad, es todo lo contrario a lo que unos locos pretendieron imponer esta noche.

Ahora nos toca demostrar que seguimos siendo libres, que siempre vamos a serlo y que lucharemos hasta que todas las personas del mundo lo sean. Y cantaremos la Marsellesa, y nos manifestaremos, y escribiremos mensajes de repulsa en las redes sociales, y rezaremos por las víctimas y sus familias, y abriremos las puertas de nuestras casas a quienes huyan de la barbarie. Haremos todo lo que sea necesario hasta que quienes quieren imponer con las armas su locura descubran que no tienen nada que hacer.

Somos los hijos de una generación que hoy se sorprende, se asusta y se escandaliza por lo ocurrido en París. Somos los responsables de que nadie tenga que seguir viviendo esa tragedia, ni en París, ni en Alepo, ni en Kabul. Porque las víctimas de París no valen más que las víctimas que se suceden sin parar en ciudades donde el terror ya no es noticia.

Esta noche, además de las dolorosas víctimas, han atacado nuestra libertad. Pero los radicales no se dan cuenta de eso. Ellos solo conocen la violencia como medio para imponer ideas y creencias. Ellos no saben lo que significa la palabra “libertad”. Es hora de que lo aprendan.

(Publicado en Neupic)

jueves, 5 de noviembre de 2015

Un ejemplo. El futuro


Mañana viernes 6 de noviembre se estrena en los cines españoles Él me llamó Malala (He Named Me Malala, Davis Guggenheim 2015), la historia de Malala Yousafzai, que el año pasado recogió el Nobel de la Paz "por su lucha contra la supresión de los niños y jóvenes y por el derecho de todos los niños a la educación", convirtiéndose así en la persona más joven en recibir el prestigioso galardón en cualquiera de sus categorías.

A sus diecisiete años, Malala ya contaba con una historia tan dramática como inspiradora: con once años había comenzado a escribir un blog para la BBC denunciando la imposibilidad de las niñas de su región, en el Valle del Swat pakistaní, de asistir a la escuela. Este mensaje, y los que siguieron desde entonces, no gustaron a los talibanes, que atentaron contra ella un día cuando regresaba a su casa del colegio. Tenía quince años. Este ataque estuvo a punto de costarle la vida, pero tras una larga y compleja recuperación, Malala se recuperó. Lejos de acallar sus denuncias, el ataque logró que Malala se convirtiera en una de las voces más destacadas en la lucha por la educación de los niños y niñas de todo el mundo. En la actualidad, con dieciocho años, Malala reside en el Reino Unido con su familia y asiste a clase a diario en su colegio de Birmingham. Ella y su padre siguen amenazados de muerte por haber luchado por una causa justa.

El documental que mañana llega a los cines se adentra en esta historia, tan extraordinaria que, más que un documental, debería haberse reflejado en una auténtica película de superheroínas. Y es que esa es la única definición posible para esta niña, para esta mujer valiente que se enfrentó a siglos de injusticia y pidió, sin que le temblara la voz, que las niñas también tuvieran acceso a la educación en su Pakistán natal.

Allí, como en muchos otros lugares, los radicales, los cobardes quisieron callarla de la única forma que saben: con un disparo. Pero esos retrasados no fueron capaces de prever que su intento de asesinato y sus amenazas multiplicarían el eco de una voz que tiene la calma y la seguridad de quien se sabe responsable del futuro de millones de niños y niñas. Una voz que no se entrecorta cuando tiene que reclamar, ante las personas más poderosas del planeta, los derechos básicos de las más debiles. La voz de Malala no es estridente, no grita ni interrumpe, pero tampoco titubea ni se amedrenta. Esa voz no es importante por sí misma, sino por su mensaje y por su ejemplo, porque ella muestra el camino para quienes quieren cambiar el mundo. Y porque es la voz de aquellos a quienes no les dejan tenerla. Una voz que habla de perdón, de educación, de igualdad y de futuro.

Porque eso es lo que representan Malala y su fundación: el futuro. Un futuro para los niños y niñas del mundo que solo se abre a través de la educación y la igualdad de oportunidades. Un futuro que todavía no se vislumbra para muchos niños y, sobre todo, niñas de este planeta. Un futuro que es todavía un sueño.

Un sueño en el que los niños y las niñas de todos los países del mundo tienen acceso a la educación. Un sueño por el que han luchado muchas personas antes que Malala y por el que seguirán luchando muchas más hasta que se haga realidad. Porque este sueño, el sueño de una niña de once años que quería ir al colegio, es un sueño por el que vale la pena luchar.

(Publicado en Neupic)