Este viernes
llega a los cines españoles Brooklyn (2015, John Crowley), una de las películas que el domingo serán
protagonistas en la gala de entrega de los Oscar en Hollywood. Junto a sus tres
nominaciones para estos galardones, Brooklyn ha sido elegida Mejor Película
Británica en los Premios BAFTA. A además de los numerosos reconocimientos,
nominaciones y premios y los halagos de la crítica, cabe destacar la brillante
y descomunal interpretación de Saoirse Ronan. La joven actriz estadounidense de
origen irlandés, una de las intérpretes femeninas con mayor futuro, llena la
pantalla con su presencia y no nos deja otra opción que empatizar con su
personaje. Un personaje, Eilis, que en los años 50 decide dejar su casa en
Irlanda, donde vive con su madre y su hermana, para emigrar a Estados Unidos en
busca de un futuro con más oportunidades que en su deprimido país de origen. La
trama se centra en las decisiones que tendrá que tomar entre dos vidas y dos
amores a ambos lados del Atlántico.
Pero a esta
historia de amor más o menos clásica, debemos añadir la dureza del viaje, la
soledad y el inicial desconocimiento de su nuevo hogar, así como la distancia
que le separa de su familia y el ingente esfuerzo para poder salir adelante y
que el sacrificio haya merecido la pena. Porque al final, no estamos solamente
ante un drama romántico, sino ante una conmovedora historia de emigración.
Y la historia se
repite. Lo que ocurría a Eilis en la Irlanda de los años 50, le ocurre a otras
muchas personas en la España del siglo XXI. Los motivos que impulsan a cada
emigrante son incontables, algunos, tan poéticos como el amor. Pero, tras
muchos otros, subyace la misma motivación, mucho más prosaica, de la película:
la falta de oportunidades y la imposibilidad de vislumbrar un futuro.
En la vida, a
diferencia de en las películas de ficción, no podemos elegir el final que
queremos. Lo único que podemos hacer es luchar y esforzarnos por que sea lo más
feliz posible. Lucha y esfuerzo son esenciales en esta aventura, pero no
siempre son suficientes. Y si ese final feliz llega, será tras mucho tiempo:
cuando las fronteras se hayan difuminado por completo, cuando no seas un
visitante en tu tierra, y cuando el idioma, la cultura, la gastronomía, los
valores y las costumbres hayan sido interiorizados hasta el punto de olvidar
las comparaciones.
Pero antes de
llegar a ese punto habrá que enfrentarse a diferentes obstáculos en el camino.
Quizás lo tengamos un poco más fácil que Eilis, pues ya no precisamos días de
trayecto en barco, sino unas pocas horas de avión; igual que tampoco
necesitamos cartas que tardan semanas en recibir respuesta, sino Whatsapps o
videollamadas por Skype que nos conectan con todo el mundo en fracciones de
segundo. Pero la distancia, la soledad, las barreras sociales, culturales y
linguísticas siguen estando presentes. Y se unen al vértigo, el miedo y la
presión inherentes a una aventura como es la de hacer las maletas para probar
fortuna en una tierra que no es la tuya. Al final, siempre falta algo, el
emigrante no vuelve a estar completo.
Todo esto lo
vivió Eilis en los años 50 cuando cambió las verdes praderas irlandesa por la
gran urbe neoyorquina. Y también lo vivieron, lo vivimos y lo seguirán viviendo
muchísimos españoles que, en busca de ese final feliz de las películas, deciden
luchar por un futuro lejos de casa.
Y habrá quienes
fracasen y quienes lo consigan sin apenas esfuerzo. Es imposible e injusto
generalizar, porque cada caso y cada aventura son diferentes. Pero cuando se
trata de compatriotas, a los que sentimos más cercanos, y al igual que ocurría
en el caso de Eilis, sus historias consiguen conmovernos y despertar nuestra
empatía.
Sin embargo, nos
cuesta más empatizar con aquellos cuya historia está cargada por un dramatismo
mucho mayor. Es lógico, las diferencias son mayores que con otros españoles.
Pero pensad en quienes no contemplan la opción de regresar a casa porque su
hogar fue destruido por una bomba, o porque allí son perseguidos, o porque en
su país no encuentran más que miseria, desigualdad e injusticias. Pensad en
quienes, en lugar de un avión, tuvieron que coger una barcaza a motor y cruzar
el Mediterráneo de noche; o en quienes en lugar de cruzar un mero control de
seguridad en el aeropuerto, saltaron un alambre de espino intentando escapar de
los soldados desplegados en la frontera; o en quienes, en lugar de telefonear a
casa para saber cómo va todo, deben hacerlo para saber si su familia sigue viva
en medio de la guerra; o en quienes, además de las barreras culturales e
idiomáticas, deben enfrentarse a las barreras levantadas por el odio, el miedo
y el rechazo.
Pensad que Eilis,
con todo el drama que nos muestra esta película, puede considerarse una
afortunada. Y pensad que muchos emigrantes españoles de nuestros días, aun con
sus penurias, problemas y sacrificios, se ven a sí mismos como privilegiados.
Y ojalá la
vida, como en las películas, traiga a todos y todas las Eilis del mundo, el
final feliz que buscaban al iniciar su aventura lejos de casa.
(Publicado en Neupic)
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