FOTO: J. B. Mundo |
El Carnaval (una
fiesta irreverente en sí misma) ha venido marcado por el escándalo que
generaron unos títeres. En Navidad, todo lo que rodeó a Reyes Magos y Reinas
Magas, también estuvo cargado de controversia. Y entre medias, la foto de un
torero con su hija en brazos mientras se enfrentaba a una vaquilla fue objeto
de acaloradas discusiones. Ya en los últimos días, un poema en el que se
versionaba el Padrenuestro con una importante carga sexual fue protagonista de
la entrega de los Premios Ciudad de Barcelona. De nuevo, la polémica estaba
servida, igual que había ocurrido un día antes, cuando la Policía decidió
felicitar a través de Twitter San Valentín en tono de humor diciendo que si
alguien te “roba” un beso no es delito.
Nos
escandalizamos por casi todo; ponemos el grito en el cielo por un tuit, por un
poema y por una función de títeres. Pero también por un chiste, por una
vestimenta, por una foto o por una crítica. Según en qué contexto, y dependiendo
del autor y del contenido, estas formas de expresarse pueden alcanzar unas
dimensiones y una trascendencia desmesuradas dentro de la opinión pública. Por
supuesto, no hace falta hacer oídos sordos ante estas manifestaciones. Pero
tampoco se deben sobredimensionar. Igual que no puede indignarnos más un tuit o
un poema que un desfalco millonario de dinero público o que una violación de
derechos humanos. La discusión sobre las formas nunca puede impedirnos discutir
sobre el fondo.
Pero además se
produce un fenómeno que desvirtúa todavía más los escándalos centrados en
palabras y gestos, y es el desconocimiento de su contexto o su contenido
íntegro. Por eso yo no puedo defender ni atacar la obra de los titiriteros de
Madrid, ni el poema “blasfemo” de Barcelona. Solamente conozco, como casi
todos, la frase llamativa y polémica de la que se han hecho eco los medios
mayoritarios. Pero en un contexto determinado, esa frase puede no implicar
apología del terrorismo ni insultar una religión. O puede que sí. Pero se
necesita conocer mucho más sobre ella para poder interpretarla.
Esto es requisito
indispensable en cualquier debate, pero en los casos que hemos mencionado, en
los que apenas se rasca la superficie y parece que lo único importante es la
discusión encendida y polarizada, se vuelve aun más necesario.
Pero por encima
de las polémicas y de la calidad de los debates, la verdadera esencia de este
asunto es la defensa de la libertad de expresión. Es inherente al humor, al
arte o a la crítica social su capacidad de hacer rodar cabezas o de generar
incomodidad. Ese es su sentido de ser. Y es evidente que deben respetarse unos
límites, pero estos son siempre difusos, y será misión de los organismos
judiciales velar por que se garanticen los derechos de todas las personas.
Porque la
libertad de expresión choca con frecuencia con otros derechos y opiniones, pero
convendría intentar no ofendernos con tanta facilidad cuando algo va contra
nuestras ideas y creencias. En estos casos, lo mejor será ignorarlas e intentar
empatizar con quien se muestra contrario a lo que nosotros pensamos, confiando
en que esa persona hará lo mismo cuando seamos nosotros quienes nos
manifestemos contra algo que ella defiende.
Lo que sí debería
ofendernos (y contra eso sí que parecemos ponernos una coraza con frecuencia)
son las injusticias. Los hechos, más que las palabras. Porque son las acciones
las que verdaderamente pueden suponer un perjuicio para la sociedad. Y si ignoramos
estas acciones cuando no nos afectan, escondiéndolas tras debates
injustificados sobre expresiones o gestos casi intrascendentes, estaremos
permitiendo que quienes en realidad están dañando a los demás se sigan saliendo
con la suya. No deberíamos estar preocupados sobre qué se puede y no se puede
decir, sino sobre qué se puede y no se puede hacer.
FOTO: C. Pastrano |
El arte, el humor y cualquier otra forma de expresión
no pueden caminar con pies de plomo por el miedo a ofender, sino con la
confianza de saberse protegidos, pudiendo así impulsar comportamientos
deseables y denunciando aquellos lesivos, siempre desde la más amplia
pluralidad que nos permita descubrir nuevas opciones y nuevas soluciones.
Porque solo siendo conscientes de que nadie posee la verdad absoluta y de que
el pluralismo es, no solo inevitable, sino deseable, conseguiremos que la
sociedad avance en la dirección más favorable para todos.
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