Que entre las
virtudes de Meryl Streep están cantar y bailar nos lo había demostrado en
¡Mamma Mia! La película (Mamma mia!) o en la más reciente Ricki (Ricki and the
Flash). Pero ahora hemos descubierto que también sabe cantar mal. Y eso es,
posiblemente, más meritorio aun, como demuestra en Florence Foster Jenkins, en
la que interpreta a la que muchos consideran la peor soprano de la Historia.
Florence Foster
Jenkins (1868-1944) fue una rica heredera estadounidense, devota de la cultura
y de la música, que aspiró durante toda su vida a convertirse en soprano.
Aunque totalmente falta de talento y oído musical, su marido y sus círculos más
íntimos nunca contradijeron su convencimiento de que poseía una voz
providencial. A esa fantasía contribuyó el público, que acudía en masa a sus
conciertos para comprobar en persona si de verdad la voz de la excéntrica
soprano era tan mala como se decía.
Ya el año pasado
vio la luz la francesa Madame Marguerite (Marguerite), inspirada en esa
historia, pero ambientada en el París de los años 20. Dirigida por Xavier
Giannoli y protagonizada por una excelsa Catherine Font, recibió cuatro Premios
César del cine francés, destacando el de Mejor Actriz. Esta semana llega a
nuestras pantallas una versión con toques más próximos al cine hollywoodiense,
aunque provenga del Reino Unido. Stephen Frears dirige a un reparto encabezado
por la citada Meryl Streep, a la que acompañan unos notables Hugh Grant y Simon
Helberg (conocido por su papel de Howard Wolowitz en The Big Bang Theory).
Más allá de la
película, entretenimiento al estilo clásico de Hollywood con el trasfondo de
una historia de amor poco convencional, hay un aspecto de gran interés en esta
cinta: a pesar de transcurrir en 1944, en plena II Guerra Mundial, la mayor
preocupación de los protagonistas es la promoción y defensa de la música. Y
nuestra querida Florence llega a afirmar en un punto de la película que, a
pesar de que el arte y la música puedan parecer algo frívolo debido a la
guerra, es precisamente gracias a ella que se convierten en algo aun más
necesario.
No fueron pocos
los movimientos artísticos que evitaron el arte por el arte en una época tan
oscura como fue la primera mitad del siglo XX. O en casos más cercanos en el
tiempo, la declaración de un luto oficial en un país tras un ataque terrorista
implica la suspensión de conciertos y otros eventos culturales. Sin embargo, la
música, la literatura, el cine, la pintura...; el arte en general, con su
belleza y libertad, nos ayuda a lidiar con el dolor y a demostrar que la vida
tiene sentido tras el desastre.
La música sirve
en la película para consolar, alegrar y agradecer a los soldados que regresan
del frente. Pero el arte puede ir mucho más allá. También es una herramienta
para conocer y decubrir esos dramáticos sucesos en nuestro pasado o en nuestro
presente y así poder corregirlos. El arte es también, aunque resulte irónico,
una de las armas más poderosas y la única que de verdad merece la pena y que no
debe ser regulada.
¿No puede una
canción levantarnos el ánimo en los días malos? ¿No puede una exposición
fotográfica recordar a los asesinados por un grupo terrorista? ¿No puede una
película conmovernos lo suficiente para animarnos a luchar por una causa justa?
En esa capacidad reside también su belleza. Si no, ¿por qué se molestan los
terroristas del Daesh en destruir tesoros artísticos? ¿No será que esa libertad
y belleza que caracterizan al arte son contrarias a todo los que ellos
defienden?
Por eso, en los
momentos más oscuros es cuando más necesitamos la luz que nos proporcionan un
buen libro, una alegre melodía o una cuidada escultura. Porque, al fin y al
cabo, ¿no es un cuadro de Picasso el motivo principal por el que mucha gente
conoce que se produjo un dramático bombardeo en un municipio vasco en abril de 1937?
¿Y no es ese mismo cuadro un poderoso alegato contra la brutalidad de la guerra
y, al mismo tiempo, un maravilloso homenaje a sus víctimas?
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