La última película de Richard Linklater, que se estrena el 16 de febrero, narra la historia de tres veteranos de la Guerra de Vietnam que se reúnen para enterrar al hijo de uno de ellos, fallecido en la Guerra de Irak.
Censurar el comportamiento de los dirigentes políticos que envían a soldados, a críos, a morir en tierras lejanas en nombre de un país es algo bastante frecuente en el cine. Comparar la Guerra de Irak con la Guerra de Vietnam tampoco es particularmente novedoso. No obstante, es una temática lo suficientemente compleja y relevante como para seguir tratándolo si se hace con la intensidad y profundidad adecuadas. La última bandera se queda en la falta de novedad, cayendo en algunos tópicos, y sin ahondar tanto como para resultar atractiva. Porque potencial hay, pero ya no vale con lograr una obra correcta, sino que hace falta escarbar y buscar argumentos y explicaciones que vayan más allá de lo que ya conocemos.
La crítica a la guerra, a los dirigentes o a las instituciones militares está presente, con algunos argumentos inteligentes, aunque cayendo en la obviedad en ocasiones y con cierta ambigüedad en otras, lo cual tampoco es malo, pues no todo es blanco o negro y plantear un debate más que una crítica feroz es una postura muy válida. Pero sí que supone quedarse sin orientación en determinados aspectos, sin llegar a encontrar una voz o un mensaje claro. Y también quedándose sin personalidad.
Porque ese es el mayor problema de La última bandera, su falta de personalidad, algo no muy propio de Linklater. El estilo de la película no tiene nada de particular, al contrario, resulta convencional y correcto. No corre riesgos, ni entrando en críticas excesivamente lacerantes ni con un dramatismo y un dolor exagerado. De hecho, incluye toques de comedia que la aligeran y, aunque le restan intensidad, sí que funcionan como metáfora de la necesidad de conciliar el dolor con, en este caso, el humor. Algo que se tematiza en la película con las decisiones que los protagonistas, tres veteranos de Vietnam, han tomado para purgar sus remordimientos.
Esos protagonistas, de hecho, son lo más destacado de la cinta, con unos Steve Carell, Bryan Cranston y Laurence Fishbourne más que correctos. Es gracias a su presencia en pantalla que la película se hace llevadera, mas no consiguen evitar que sus dos horas de metraje se hagan un poquito largas por momentos. Y es que, con una narración lineal y sencilla y con una trama que no explota por completo su contenido, es cierto que la película se alarga sin necesidad. No es pesada, en realidad tiene tramos que podríamos considerar muy entretenidos y con bastante emoción, pero sí que podría haberse aprovechado mejor. La historia, el director y los actores lo permitían. Quizás sean los detalles los que lo impidan.
Lo mejor: las interpretaciones protagonistas y algunas licencias cómicas, sobre todo a cargo del personaje de Cranston
Lo peor: que no tenga una personalidad ni estilo propios
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