miércoles, 24 de enero de 2018

Crítica: '120 pulsaciones por minuto' (2017), de Robin Campillo


Sobrecogedor. Así es el tema y así es también 120 pulsaciones por minuto. No es una película agradable ni disfrutable, pero tampoco cae en el melodrama de otras obras semejantes, logrando una personalidad propia que le llevó a conseguir el Gran Premio del Jurado en Cannes o reconocimientos y galardones de diversas organizaciones.

Su valor está en conseguir capturar la esencia de lo que supuso el movimiento Act Up Paris y, sobre todo, de lo que supone el drama de ser seropositivo. Y en ambos casos, la cinta de Robin Campillo destaca por su didacticidad y su respeto. Didacticidad al mostrar las acciones del movimiento, su intenso debate interno y el contexto que rodeó a la epidemia de sida en Francia en los años 90. Y respeto porque transmite sin sentimentalismos, pero con humanidad, la dureza de la enfermedad y de lo que implicaba la falta de esperanza de saber que las instituciones públicas y privadas no estaban luchando por salvar la vida de todas las personas contagiadas con el VIH.

Es el componente didáctico el que resulta más interesante, principalmente por su contenido. Así, sobre todo en la primera mitad del film, las escenas con las acciones de Act Up o las asambleas semanales resultan muy ilustrativas y con una capacidad de concienciación muy potente. La segunda parte, más centrada en la enfermedad y la relación sentimental entre los dos protagonistas, a pesar de ser en la que reside el alama de la obra, llega a resultar pesada. Más que pesada, agotadora. Y no por mal hecha, sino por lo sobrecogedor del tema. Es cierto que sus 140 minutos de metraje, unidos a lo doloroso del tema, acaban resultando demasiado largos. Y aunque el espectador es consciente de que no está presenciando ningún pasatiempo intrascendente, la sensación final –con una estrategia en la última secuencia muy adecuada para ello– es de mal cuerpo, resultando más intensa de lo que se podría esperar.


Porque no es esa la tónica general durante el film. Junto a los elementos más dinámicos de las campañas de concienciación y visibilidad, lo habitual es un acusado intimismo con los personajes. Unos personajes magníficamente interpretados, con gran cantidad de matices y capaces de hacer sentir con ellos al espectador.

A eso ayuda una cámara que se les acerca mucho, primando los primeros planos y manteniéndose siempre en movimiento. La sensación es naturalista, captando con gran realismo momentos más o menos trascendentes de la historia, haciendo uso de grandes y no siempre claras elipsis, en ocasiones mostrando acciones sin aparente conexión. Encuentros sexuales en la oscuridad se combinan con rítmicas escenas de fiesta y con luchas a la desesperada por unos tratamientos o una visibilidad que parecen no llegar.

Y, efectivamente, no llegan. No hay sorpresas ni milagros. Somos conscientes, como los protagonistas, del fatalismo de la situación. No hay final feliz. Pero la lucha y el amor quedan. Y quizás eso sea lo más doloroso. Y lo más bonito.

Lo mejor: su combinación de sexo, fiesta y lucha
Lo peor: su excesiva duración
Nota: 7

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

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