miércoles, 31 de enero de 2018

Dark: el valiente, inteligente y tenso debut de las producciones alemanas en Netflix

Estrenada el 1 de diciembre, Dark se convirtió en un mes en una de las sensaciones seriéfilas de 2017, tanto entre el público como entre la crítica. Comparada con Stranger Things, es una apuesta más adulta y sobria, que demuestra además una gran inteligencia en su trato de algo tan complejo como la multidimensionalidad del tiempo.


Las series, las películas, los libros y, en general, las historias sobre viajes en el tiempo plantean uno de los mayores desafíos a los que se puede enfrentar un escritor, guionista o director. Interstellar, de Christopher Nolan, ofreció en 2014 una de las apuestas más cuidadas y adultas. Dark alcanza ahora un nivel de complejidad y perfeccionismo todavía superior al aprovechar la extensión de una serie para adentrarse y desarrollar con mayor minuciosidad y tensión una trama totalmente adictiva.

La pequeña ciudad alemana de Winden, que vive en gran medida gracias a la planta nuclear ubicada en sus alrededores, se encuentra conmocionada por la desaparición de un menor. En una ciudad anodina en la que nunca pasa nada, la desaparición días más tarde de otro chico y la aparición de un cadáver imposible de identificar hará aflorar los secretos ocultos y las mentiras que los habitantes de Winden llevan callando durante mucho tiempo.

Es cierto que, a priori, no ofrece una sinopsis novedosa, pero el aprovechamiento de unos elementos relativamente sencillos da lugar a un juego intertemporal de una inteligencia admirable. Así, la capacidad de sorpresa, la riqueza de unos personajes que evolucionan entre las distintas épocas y el cuidado en la narración generan una tensión y una capacidad de atracción muy notables.

A eso ayuda una narración intencionadamente compleja, con saltos temporales inesperados, con tramas paralelas, con una información que se entrega al espectador en las dosis oportunas y con unos personajes que no siempre son fáciles de identificar. En especial porque esos personajes son, con frecuencia, los mismos que ya conocemos, solo que en una etapa distinta de su vida y con motivaciones diferentes. Solo con el paso de los capítulos se pueden ir uniendo piezas en un puzzle que, por otra parte, no deja de crecer y complicarse, dejando múltiples interrogantes abiertos para una segunda temporada que ya ha sido confirmada.

Y es que si la primera serie alemana producida por Netflix ha funcionado tan extraordinariamente bien –es la serie original en habla no inglesa más exitosa de la plataforma a nivel mundial– es en parte porque tiene la firma de ambas. Se notan los medios técnicos, la calidad de la producción y la valentía de la apuesta que Netflix permite a sus productos audiovisuales. Pero también se nota una sobriedad y un cierto humor negro muy propios de las obras germanas. En este sentido, tanto la inclusión de la central nuclear –recordemos que el movimiento antinuclear alemán es pionero a nivel mundial– como de Irgendwie, Irgendwo, Irgendwann, –el clásico de Nena, que funciona como leitmotiv de la serie, es una de las canciones más míticas y populares del pop alemán de los 80 y tiene una letra que se ajusta con sorprendente precisión a la trama de la serie– suponen, además de grandes aciertos, interesantes guiños a la sociedad teutona.


Y esos sellos de identidad alemanes permiten que Dark se diferencia de Stranger Things, la exitosa producción de Netflix a la que se presupone casi sucesora. Mucho más contenida y sutil –menos hollywoodiense, podríamos decir–, no es necesario comparar pues, a pesar de sus innegables semejanzas, son series que juegan en ligas distintas. En gran medida porque si la nostalgia ochentera es la clave de Stranger Things, en Dark el elemento que cabría destacar por encima de cualquier otro es la tensión.

Una tensión que no se esfuma ni cuando, en apariencia, no pasa nada en la pantalla. La serie creada por Baran bo Odar mantiene al espectador en continuo estado de alerta sin necesidad de sustos ni efectos de ningún tipo. Sus armas son una banda sonora suave y tenebrosa –gran elección también la de Goodbye, de Apparat, para la intro– y una fotografía siempre arriesgada, con planos a menudo irregulares, oscuros y filtrados por el entorno que rodea la acción. El sonido y la estética apoyan así la atmósfera opresora y deprimente de una ciudad lluviosa, en la que nunca sale el sol y en la que nunca vemos a un personaje reír.

Porque, efectivamente, Dark no está aquí para hacernos reír. Tampoco da miedo, ni compasión. Lo que Dark despierta en nosotros es lo mismo que despierta la oscuridad de su título y de su ciudad: una tensión y un estado de alerta ante lo que pueda venir. Porque, en medio de la oscuridad, no sabemos dónde está el peligro. Ni cuándo.

(Publicado en Culturamas)

martes, 30 de enero de 2018

Crítica Nº 2: 'La llamada' (2017), de Javier Calvo y Javier Ambrossi


Esta crítica de La llamada se justifica ahora por sus cinco candidaturas a los Goya, que se entregan este fin de semana, y por los dos premios Feroz –a Mejor comedia y Mejor tráiler– que se llevó hace una semana. Suponiendo que los premios de verdad valoran la calidad de una película, estamos ante una buena obra. Y lo es, como veremos, pero ese no es, ni de lejos, el valor de la cinta dirigida por “los Javis” –Javier Ambrossi y Javier Calvo–. Su interés reside en su capacidad de servir de himno a una generación. La llamada refleja con precisión muchos de los sentimientos y comportamientos de ese grupo de personas que se encuentran a caballo entre la generación Y, o millennial, y la generación Z.

Música electrónica o electro-latina, con fugaces ídolos de barro moldeados por redes sociales y smartphones; la pérdida de importancia de una religión que, no obstante, sigue presente en muchos aspectos de una sociedad a lo que todavía no pertenecen; una sensación de desorientación, de dudas ante el futuro –este es, seguramente, el aspecto clave y el que mejor refleja la cinta–, que contrastan con la claridad que la generación anterior tenía y que, en ocasiones, condujo a la frustración y el arrepentimiento. Todo eso se reproduce en La llamada sin realizar un estudio en profundidad, pero con la suficiente fidelidad como para convertirse en una de las mejores lecturas que el cine (español) ha realizado hasta ahora de los jóvenes que han (hemos) crecido para ver la explosión de la burbuja económica.


Centrados ya en aspectos fílmicos, la localización se limita casi exclusivamente al entorno del campamento, el número de personajes es reducido y la trama es sencilla: una adolescente (Macarena Gómez) que acude con su amiga (Anna Castillo) a un campamento organizado por monjas (Belén Cuesta y Gracia Olayo) cree ver a Dios. En ese contexto, es en la música y en las interpretaciones donde se logran los mayores méritos de la película. Y de estas, destaca la de Belén Cuesta; similar a la mayoría de sus papeles, el mérito es seguir precisamente fiel a un estilo reconocible y combinar algunas de las reflexiones más profundas sobre las decisiones erróneas y el consiguiente arrepentimiento con los mayores toques de humor del film. Y es que ahí reside otro de los elementos a destacar. En esa vis cómica que, sin embargo, es menor de lo que anticipaba el tráiler. Sí es cierto que el tono general es ligero y alegre, pero, en ocasiones se vuelve intensa y dramática, como si estuviéramos presenciando el derrumbe emocional de personajes que llevan rumiando interiormente esos problemas desde mucho antes de que arrancase la narración.


Inteligente esa visión, como inteligente es también el desarrollo de los acontecimientos, pues, en esa sencillez se esconden algunas sorpresas, así como un contenido y un mensaje más ricos de lo que cabría esperar. Así, La llamada está plagada de atractivos, desde la riqueza de la narración a las interpretaciones, pasando por esa banda sonora tan pegadiza y variada de Leiva que resulta particularmente acertada al estilo y el sentido de la obra. Y junto a dichos atractivos, sus características le hacen trascender la pantalla. Por eso la película ha sido uno de los fenómenos del año. Por eso el musical en el que se inspira lleva tanto tiempo en cartel. Por eso el discurso de Javi Calvo al recoger el Feroz fue tan popular en la redes sociales. Y por eso La llamada es tan relevante para comprender a esta generación. Porque, como ella, es simple y compleja a la vez. 

Lo mejor: cómo captura la desorientación de la adolescencia
Lo peor: que a veces puede llegar a resultar demasiado intensa y forzada
Nota: 8

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

viernes, 26 de enero de 2018

Crítica: 'La última bandera' (2017), de Richard Linklater


La última película de Richard Linklater, que se estrena el 16 de febrero, narra la historia de tres veteranos de la Guerra de Vietnam que se reúnen para enterrar al hijo de uno de ellos, fallecido en la Guerra de Irak.

Censurar el comportamiento de los dirigentes políticos que envían a soldados, a críos, a morir en tierras lejanas en nombre de un país es algo bastante frecuente en el cine. Comparar la Guerra de Irak con la Guerra de Vietnam tampoco es particularmente novedoso. No obstante, es una temática lo suficientemente compleja y relevante como para seguir tratándolo si se hace con la intensidad y profundidad adecuadas. La última bandera se queda en la falta de novedad, cayendo en algunos tópicos, y sin ahondar tanto como para resultar atractiva. Porque potencial hay, pero ya no vale con lograr una obra correcta, sino que hace falta escarbar y buscar argumentos y explicaciones que vayan más allá de lo que ya conocemos.

La crítica a la guerra, a los dirigentes o a las instituciones militares está presente, con algunos argumentos inteligentes, aunque cayendo en la obviedad en ocasiones y con cierta ambigüedad en otras, lo cual tampoco es malo, pues no todo es blanco o negro y plantear un debate más que una crítica feroz es una postura muy válida. Pero sí que supone quedarse sin orientación en determinados aspectos, sin llegar a encontrar una voz o un mensaje claro. Y también quedándose sin personalidad.

Porque ese es el mayor problema de La última bandera, su falta de personalidad, algo no muy propio de Linklater. El estilo de la película no tiene nada de particular, al contrario, resulta convencional y correcto. No corre riesgos, ni entrando en críticas excesivamente lacerantes ni con un dramatismo y un dolor exagerado. De hecho, incluye toques de comedia que la aligeran y, aunque le restan intensidad, sí que funcionan como metáfora de la necesidad de conciliar el dolor con, en este caso, el humor. Algo que se tematiza en la película con las decisiones que los protagonistas, tres veteranos de Vietnam, han tomado para purgar sus remordimientos.


Esos protagonistas, de hecho, son lo más destacado de la cinta, con unos Steve Carell, Bryan Cranston y Laurence Fishbourne más que correctos. Es gracias a su presencia en pantalla que la película se hace llevadera, mas no consiguen evitar que sus dos horas de metraje se hagan un poquito largas por momentos. Y es que, con una narración lineal y sencilla y con una trama que no explota por completo su contenido, es cierto que la película se alarga sin necesidad. No es pesada, en realidad tiene tramos que podríamos considerar muy entretenidos y con bastante emoción, pero sí que podría haberse aprovechado mejor. La historia, el director y los actores lo permitían. Quizás sean los detalles los que lo impidan.

Lo mejor: las interpretaciones protagonistas y algunas licencias cómicas, sobre todo a cargo del personaje de Cranston
Lo peor: que no tenga una personalidad ni estilo propios
Nota: 7

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

miércoles, 24 de enero de 2018

Crítica: '120 pulsaciones por minuto' (2017), de Robin Campillo


Sobrecogedor. Así es el tema y así es también 120 pulsaciones por minuto. No es una película agradable ni disfrutable, pero tampoco cae en el melodrama de otras obras semejantes, logrando una personalidad propia que le llevó a conseguir el Gran Premio del Jurado en Cannes o reconocimientos y galardones de diversas organizaciones.

Su valor está en conseguir capturar la esencia de lo que supuso el movimiento Act Up Paris y, sobre todo, de lo que supone el drama de ser seropositivo. Y en ambos casos, la cinta de Robin Campillo destaca por su didacticidad y su respeto. Didacticidad al mostrar las acciones del movimiento, su intenso debate interno y el contexto que rodeó a la epidemia de sida en Francia en los años 90. Y respeto porque transmite sin sentimentalismos, pero con humanidad, la dureza de la enfermedad y de lo que implicaba la falta de esperanza de saber que las instituciones públicas y privadas no estaban luchando por salvar la vida de todas las personas contagiadas con el VIH.

Es el componente didáctico el que resulta más interesante, principalmente por su contenido. Así, sobre todo en la primera mitad del film, las escenas con las acciones de Act Up o las asambleas semanales resultan muy ilustrativas y con una capacidad de concienciación muy potente. La segunda parte, más centrada en la enfermedad y la relación sentimental entre los dos protagonistas, a pesar de ser en la que reside el alama de la obra, llega a resultar pesada. Más que pesada, agotadora. Y no por mal hecha, sino por lo sobrecogedor del tema. Es cierto que sus 140 minutos de metraje, unidos a lo doloroso del tema, acaban resultando demasiado largos. Y aunque el espectador es consciente de que no está presenciando ningún pasatiempo intrascendente, la sensación final –con una estrategia en la última secuencia muy adecuada para ello– es de mal cuerpo, resultando más intensa de lo que se podría esperar.


Porque no es esa la tónica general durante el film. Junto a los elementos más dinámicos de las campañas de concienciación y visibilidad, lo habitual es un acusado intimismo con los personajes. Unos personajes magníficamente interpretados, con gran cantidad de matices y capaces de hacer sentir con ellos al espectador.

A eso ayuda una cámara que se les acerca mucho, primando los primeros planos y manteniéndose siempre en movimiento. La sensación es naturalista, captando con gran realismo momentos más o menos trascendentes de la historia, haciendo uso de grandes y no siempre claras elipsis, en ocasiones mostrando acciones sin aparente conexión. Encuentros sexuales en la oscuridad se combinan con rítmicas escenas de fiesta y con luchas a la desesperada por unos tratamientos o una visibilidad que parecen no llegar.

Y, efectivamente, no llegan. No hay sorpresas ni milagros. Somos conscientes, como los protagonistas, del fatalismo de la situación. No hay final feliz. Pero la lucha y el amor quedan. Y quizás eso sea lo más doloroso. Y lo más bonito.

Lo mejor: su combinación de sexo, fiesta y lucha
Lo peor: su excesiva duración
Nota: 7

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

lunes, 22 de enero de 2018

Five Came Back: Hollywood y la II Guerra Mundial a través de cinco maestros del cine


Que en la actualidad la series están desplazando al cine como el producto audiovisual por excelencia es algo que ya se lleva sabiendo desde hace bastante tiempo. Que, al mismo tiempo, sobre todo gracias a plataformas como Netflix, el documental está viviendo una edad dorada es algo que también se conoce. Sin embargo, el interés que estos últimos han despertado en los medios ha sido mucho menor. Por eso en Los Lunes Seriéfilos estamos dispuestos a prestar un poquito más de atención a este género, casi siempre percibido como menos comercial o entretenido que la ficción, aunque con un potencial incuestionable. 

En este contexto, Five Came Back podría considerarse un paradigmático metadocumental que, además de reunir varias de las características del actual boom del género, trata sobre algunos de los documentales más famosos de la historia del cine, como Why We Fight. Producido por Netflix, narra en tres episodios cómo cinco de los cineastas más importantes de la historia –Frank Capra, John Ford, William Wyler, George Stevens y John Huston– abandonaron sus carreras en Hollywood para poner sus cámaras al servicio de una causa mayor: retratar la II Guerra Mundial y cambiar los designios de la batalla con su obra. Está narrada por Meryl Streep y comentada por Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, Guillermo Del Toro, Paul Greengrass y Lawrence Kasdan.

La obra no plantea grandes innovaciones en el apartado visual, pues aprovecha los planos fijos de los comentadores y las imágenes de archivo y las propias obras de los protagonistas, que es lo más valioso. Tampoco lo hace en su narración, cronológica, aunque con detalles y elementos muy interesantes –como los créditos iniciales–. Se trata, en general, de una construcción sencilla, pero sin fallos, sabiendo que el verdadero interés está en el contenido. Un contenido tan potente, tan interesante y tan relevante que, solo con él, las posibilidades de hacerlo mal son casi nulas.

Aunque es cierto que el ritmo no siempre se mantiene y que los tres capítulos resultan parcialmente irregulares: el primero es el más sencillo, con unos personajes que, en su mayoría, todavía no eran las estrellas que llegarían a ser y con una contienda todavía en ciernes; la segunda parte llega a resultar monótona, centrada en el desarrollo del conflicto y en lo que cada uno de esos cinco realizó en pro de la propaganda o de narrar la guerra; y la tercera, la más emocionante, incluye la liberación de las ciudades tomadas por los nazis, la llegada a los campos de concentración, el fin de la guerra y el regreso de los directores a Hollywood.


La emotividad de esta tercera parte, con un montaje más interesante que en las anteriores, y con una carga dramática mucho mayor, la convierten en la mejor de las tres. De hecho, el título original, Five Came Back, hace alusión precisamente a este episodio. Más allá de la relevancia de sus obras durante el conflicto, lo verdaderamente interesante del documental es ver ese cambio que estos cinco directores habían experimentado en la guerra, así como comprobar que el Hollywood al que volvieron tampoco era el mismo.

Y el actual tampoco es como el de entonces. Muchas cosas han cambiado. Y, por suerte, se ha conseguido la suficiente perspectiva para contar esta historia en la que, tal vez, solo tal vez, falte cierta crítica, pero que consigue abrir un debate sobre la propaganda, la industria y el reflejo de la guerra y el enemigo. Y hacerlo no desde una óptica moralista actual, sino desde el reconocimiento cinematográfico y humano a esas producciones y esos directores, tiene un valor superior si cabe.

Pero es posible que no lo necesite. Solo con la historia que se narra y sus protagonistas, el atractivo de Five Came Back es innegable. Y debería ser de obligado visionado tanto para los amantes de la historia como, y sobre todo, para los amantes del cine. Porque es posible que no estemos ante una obra maestra, pero sí que trata sobre auténticos maestros.

Lo mejor: la perspectiva que se adopta
Lo peor: que resulte irregular
Nota: 8

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

domingo, 21 de enero de 2018

Crítica: 'Verónica' (2017), de Paco Plaza


Una de las mayores sorpresas cuando se conocieron las nominaciones a los Premios Feroz –que se entregan mañana– y a los Goya fue la presencia de Verónica entre las películas con mayor número de candidaturas: opta a seis Feroz y a siete Goyas, en ambos casos, incluyendo el de Mejor película. Es complicado que esas candidaturas se conviertan en premios, pues no está entre las favoritas en casi ninguna de ellas, pero su presencia e indudable protagonismo se pueden considerar ya una victoria. Y es que, salvo excepciones tan notorias como TesisEl orfanato o Los otros, no es común ver a películas de terror entre las nominadas a los premios más destacados de la temporada. Y menos entre las premiadas, pero eso todavía no lo podemos comentar.

Aunque tal vez el mérito de Verónica no sea tal, pues sería injusto clasificar a esta película únicamente como cine de terror. Lo es, sin duda, porque consigue transmitir una tensión y unos momentos de gran incomodidad. Y ello sin abusar de los sustos ni de la sangre, sino construyendo con inteligencia, y gracias a una narración bastante cuidada, una atmósfera que atrapa al espectador en el terreno de lo oculto. Sin embargo, la obra va más allá del terror, consiguiendo un retrato realista sobre la adolescencia y la asunción de responsabilidades.


Porque Verónica es, ante todo, la historia de una adolescente de 15 años. Tras la muerte de su padre, y con su madre trabajando en un bar, es ella la encargada de cuidar a sus tres hermanos pequeños. Y aunque es Verónica, con su juego de la ouija, la que ha puesto en riesgo su vida, será también ella la única capaz de protegerlos. Se trata de un personaje magníficamente construido, gracias en gran medida a la descomunal interpretación de Sandra Escacena.

Y si meritorio es el personaje de Verónica, no lo es menos la elaboración del entorno. Ese barrio de Vallecas en el que transcurre toda la acción. Paco Plaza, que como codirector de Rec no necesitó salir de un edificio para crear una de las historias de terror más relevantes del cine español en los que va de siglo, abre ligeramente su horizonte, ampliándolo a un barrio, al que dota de vida propia, siendo en ocasiones más personaje que localización. Y con él se alcanza ese realismo y esa falta de elegancia que permiten al espectador identificarse con la historia. Una historia que, por otra parte, se inspira en un informe policial sobre un suceso real.

Efectivamente, el realismo es la mayor virtud de Verónica. Por eso, cuando en algunos tramos de la segunda parte del film se adentra en elementos narrativos más artificiales o cae en algunos de los prototipos del cine de terror más convencional, pierde parte de su atractivo y no consigue que el film culmine con la misma fuerza que había comenzado.

A pesar de eso, su terror inteligente, su explotación del contexto, su riqueza de interpretaciones y la profundidad de su personaje protagonista, convierten a Verónica en un extraordinario y aterrador relato sobre la adolescencia y el proceso de crecimiento. Y eso sí que da miedo.

Lo mejor: el coming of age de Verónica
Lo peor: que por momentos pierda sus señas de identidad y caiga en algunos clichés del género 
Nota: 7.5

(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

viernes, 19 de enero de 2018

Counterpart: espionaje, dobles identidades e intriga en lo nuevo de HBO


Berlín sigue siendo, aun cuando las narraciones se ambientan en un presente o futuro alternativo, uno de los enclaves ideales para la inteligencia y los juegos de espionaje e intriga. La ciudad que representó como ninguna la Guerra Fría, con sus secretos y sus agentes dobles, vuelve a ser el escenario de una serie marcada por las dobles identidades. Pero en la nueva producción de HBO la intriga y el thriller vienen acompañados por ciencia-ficción e interesantes reflexiones de corte humanístico.

Howard es un empleado raso más en una organización internacional secreta con sede en Berlín. Lo que podría ser 1984 se convierte en una nueva Guerra Fría, porque lo que esa organización esconde es la puerta a un mundo paralelo. Una realidad opuesta y enfrentada con la que en cualquier momento amenaza con desatarse el conflicto. De allí proviene el equivalente de Howard, idéntico en lo físico, pero con una personalidad y una historia diferentes. En una situación marcada por la traición y los secretos, en la que pocas cosas son lo que parecen, entre ellos se establecerá una relación guiada la búsqueda de identidad y los remordimientos.

Así, si la serie continúa la tendencia del piloto, las sorpresas y las dudas serán constantes, pero sin resultar abrumadoras ni alocadas. Sin necesidad de efectos especiales, la trama no demanda artificios, sino que se apoya en una narración y un montaje cuidados que potencian la tensión y la emoción. La aparente sencillez esconde una capacidad de reflexión y de entretenimiento muy atractiva.


Y lo mismo ocurre con la interpretación de J. K. Simmons. Aparentemente comedida, sabe dotar de personalidades distintas a sus dos personajes sin hacer uso de vestuario o de marcas de identificación a mayores. Un ejemplo de cómo un actor sabe dar vida a un personaje más allá de atributos físicos o de comportamientos diferenciados. Porque son los detalles y lo que se esconde detrás de las apariencias lo que diferencia una buena interpretación de una excelente.

Y lo mismo ocurre con la narración. El valor no está en transmitir lo que se ve, sino lo que se esconde; lo que intuimos que está detrás, aunque sin conocer cómo ni por qué. Eso es lo que ofrece el piloto de Counterpart. Sabemos que la trama tiene mucho que ofrecer y que explicar, y parece que lo hará de forma inteligente. Por ahora, en 55 minutos que transcurren sin sobresaltos, pero sin permitir apartar la mirada, ya han quedado al descubierto secretos, historias y personajes con mucho potencial. Una nueva Guerra Fría ha comenzado.


(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)

martes, 9 de enero de 2018

'The End of the F***ing World': la rara y original apuesta de Netflix que no te dejará indiferente


Podría ser una comedia sencilla sobre adolescentes o un alocado pasatiempo de capítulos cortos. Pero, en realidad, The End of the F***ing World es una interesantísima lectura sobre la adolescencia en la sociedad postmoderna. Lo nuevo de Netflix es una serie con tendencias nihilistas y pesimistas y un humor tan negro que llega a resultar incómodo.

Alex Lawther –con una interpretación que recuerda bastante a la que realizó en Cállate y baila, de la tercera temporada de Black Mirror– y Jessica Barden dan vida a James y Alyssa, dos peculiares adolescentes que, hastiados de sus vidas anodinas y apáticas, comienzan un espontáneo viaje por carretera sin destino aparente. Callado y con tendencias psicópatas él, rebelde y malhablada ella, forman una pareja impredecible y sin límites. Una pareja de adolescentes raros, que no encajan, pero que eso es lo que les hace interesantes; el objetivo no es poder ser aceptado por la masa, sino diferenciarse de ella.


La búsqueda de rebelión en la adolescencia ya no se centra en las drogas, el alcohol, la música rock o hip-hop o la tecnología, sino en una total falta de respeto por la ley. Eso sí, dentro de unos valores éticos que nos permiten sentirnos identificados y apoyar a unos personajes que, por otra parte, nunca ocultan sus miserias al espectador.

En este sentido, es todo un acierto incluir la voz interior de James y Alyssa, cambiando continuamente de opinión, y contraria a menudo a lo que dicen y hacen. Así, la sensación de desorientación y falta de sentido, tan propia en esa adolescencia, es continua, viendo cómo la confusión de los protagonistas les impide dejar de cometer errores y de cambiar de rumbo. Con todo esto, su aventura es alocada, sin ningún patrón que nos permita confiarnos ni imaginar qué podría ocurrir después.

Y esta aventura encajaría mejor como road-movie que como serie, pero para eso están los maratones –y para eso lanza Netflix todos los capítulos a la vez–. Y es que en la actualidad la televisión es el refugio de las apuestas más valientes. Ahí es donde las producciones se atreven a salirse de las normas. Y es que ya no hay glamour, institutos americanos, ni cuerpos atléticos hipersexualizados. Lo que hay es patetismo en el cuerpo pálido y sin muscular de James, en esos besos inexpertos, en sus ropas o en el entorno que rodea sus acciones.


Esa novedad, su imprevisibilidad y, por supuesto, la gran interpretación de Lawther y Barden y la conexión que tienen en la pantalla hacen que la serie sea tan atractiva y diferente. Porque, a pesar de algunos elementos que podrían recordar a Tarantino, a American Ultra o a Trainspotting, si The End of the F***ing World puede presumir de algo es de ser diferente. Y también es única, sorprendente, rara e inteligente. Casi tanto como sus protagonistas.


(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)