La tercera temporada de ‘Una serie de catastróficas desdichas’, disponible en Netflix desde el 1 de enero, adapta las últimas aventuras de la saga de novelas y cierra la serie con mayor madurez, autoconsciencia y libertad, pero explotando las particulares que desde su estreno en 2017 la convirtieron en una serie única
Con una estructura y un estilo tan particulares y definidos, con personajes excéntricos y estereotipados hasta la parodia y con una trama tan enrevesada, resulta muy adecuada la decisión de Netflix de no alargar ‘Una serie de catastróficas desdichas’ tras su tercera temporada. La serie, que ofrecía siete capítulos en esta última entrega, no ha dado muestras de agotamiento y todavía conseguía mantenerse fresca e ingeniosa, pero una mayor extensión podría haber arriesgado todos los elementos que han caracterizado la serie protagonizada por Neil Patrick Harris.
Su personaje, el conde Olaf, vuelve a ser el aspecto central y más atractivo de la serie, mostrando una profundidad mayor gracias a un pasado que ya se intuía complejo y definitorio de su carácter en la segunda temporada. También aparecerán nuevos personajes, aunque casi todos con roles muy secundarios, y, sobre todo, volveremos a encontrarnos con algunas de las figuras y escenarios de las temporadas pasadas que, al igual que Olaf, tienen un rico pasado. En este sentido, los últimos capítulos de la serie suponen un cierre muy correcto a la mayoría de historias secundarias.
Quedan ciertos cabos sueltos y hay aspectos de la historia principal que se clausuran con menor ingenio del habitual. Tal vez la continua complicación de la trama, con elementos verdaderamente meritorios y con historias que se entrecruzan en una compleja e inteligente telaraña, llevara a situaciones casi imposibles de resolver, mas la sensación general es satisfactoria. Contribuye a ello la mayor libertad en la estructura, que rompe en parte los patrones de los episodios dobles de las anteriores temporadas. Esto motiva una evolución clara con respecto a las dos temporadas anteriores, mucho más unitarias en estilo y narración, pero en cierta medida agotadas en sus planteamientos. Este desarrollo da lugar a una serie más adulta y profunda, también más oscura y ambivalente, que sabe adaptarse para cerrar sus historias con solvencia, pero manteniendo sus señas de identidad.
Una seria que sigue siendo excepcional
Entre ellas vuelven a encontrarse escenarios y vestuarios extremos, en los que el color y la luz van ganando espacio; situaciones inverosímiles, resueltas o no por hechos igualmente increíbles; personajes caricaturizados con características o comportamientos muy marcados; abundantes toques de humor, provenientes tanto de comedia física y de la ridiculización de comportamientos como de pequeños guiños mucho más ingeniosos e inteligentes; así como cultas referencias literarias y una marcada e intencionada tendencia al sabelotodismo. Y, por supuesto, un Lemony Snicket que, como narrador resulta menos cenizo e impertinente que en el pasado, y como personaje, cierra su línea argumental de forma elegante. Con todo, es una serie menos extravagante y más madura, consciente de sus límites, aunque capaz de explotar sus inmensas peculiaridades y particularidades, pues hasta el final ha sido una producción única.
Se va en el momento adecuado, habiendo agotado las novelas publicadas por Daniel Handler bajo el pseudónimo de Lemony Snicket y manteniendo el interés por ellas hasta el final, sin caer en la tentación de alargarse más allá de la obra original y sabiendo hasta qué punto era capaz de llevar las aventuras de los Baudelaire y del conde Olaf.
(Publicado en Los Lunes Seriéfilos)
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