La visita al campo de concentración de Mauthausen-Gusen nos obliga a reflexionar sobre los errores que la humanidad no debería repetir
Vista exterior del campo de concentración de Mauthausen |
En Austria se vive estas semanas un intenso debate sobre qué debe hacerse con la casa en la que nació Adolf Hitler. El Estado expropió la vivienda, situada en la localidad de Braunau am Inn, hace unas semanas para evitar que pudiera caer en las manos equivocadas y convertirse en un lugar de peregrinación. Desde entonces, la sociedad austriaca se divide entre quienes defienden la necesidad de empujar al olvido determinados asuntos y quienes entienden que se debe mantener vivo su recuerdo para evitar repetir los mismos errores. La cada vez más restrictiva política de fronteras o la victoria del candidato de extrema derecha Norbert Hofer en las recientes Elecciones Presidenciales nos hacen pensar que la segunda opción todavía resulta necesaria para muchos austriacos.
De los lugares que rememoran el Holocausto pocos resultan tan impactantes y significativos como un campo de concentración. El de Mauthausen-Gusen, a veinte kilómetros de Linz, capital del Bundesland de Alta Autria, y a menos de doscientos de Viena, fue el más grande de los levantados en Austria y el penúltimo en ser liberado por las tropas aliadas. Allí murieron, entre 1938 y 1945, más de 90.000 personas. Visitarlo supone una reflexión imprescindible para comprender la etapa más oscura del siglo XX en Europa.
Aunque el año está siendo inusualmente cálido en Austria, al llegar a Mauthausen la temperatura es poco superior a los cero grados y la sensación térmica disminuye por el intenso viento. Un día gris y triste que parece dotar de mayor realismo y dureza al escenario de una de las mayores atrocidades de la Historia.
El pueblo de Mauthausen, a orillas del Danubio, en la frontera entre los Bundesländer de Alta y Baja Austria, resulta idílico; un típico pueblo austriaco lleno de encanto, con sus casas de colores y las plazas llenas de flores. A sus espaldas, sobre una colina, se aprecia el lugar al que inevitablemente está asociado esta población de menos de 5.000 habitantes. La ubicación del campo, visible desde el pueblo y con varias casas directamente en las faldas de la pequeña elevación en la que se asienta, parece contradecir lo que muchos austriacos argumentaron durante décadas para disculparse por el Holocausto: que la población no conocía lo que ocurría.
Esto me lo explica una austriaca, graduada en Historia, que me acompaña. También me cuenta que todos los colegios e institutos del país llevan a sus alumnos de catorce o quince años a visitar alguno de estos infames campos. Sin embargo, más de un austriaco se extrañó ante el interés de un extranjero por acudir a un campo de concentración; aunque ya no se niega la responsabilidad, el sentimiento de vergüenza todavía está muy presente.
Esta es la filosofía que se sigue en el centro de recepción del Memorial de Mauthausen. Son conscientes de lo que supone ese lugar para la historia del país, por lo que se pretende evitar su frivolización y mercantilización. Así, nos explican que la entrada es gratuita y que únicamente es necesario pagar por las audioguías. Disponibles en varios idiomas, nos permiten hacernos una idea más detallada de las atrocidades cometidas entre aquellos muros. La inclusión de relatos reales nos deja en varios momentos sumidos en el silencio de quien no alcanza a comprender las dimensiones de lo ocurrido en el lugar en el que se encuentra.
Comenzamos la visita fuera del recinto amurallado, sobre la explanada en la que se encontraba el campamento para los enfermos. Al lado, los soldados jugaban partidos de fútbol con los habitantes del pueblo. De nuevo, la excusa del desconocimiento de la existencia del campo parece desmoronarse.
Bordeando el muro de piedra, llegamos a uno de los puntos más sobrecogedores del recorrido: diversos países, asociaciones y organismos públicos austriacos han erigido aquí sus monumentos en recuerdo de las víctimas. A ellos se suman incontables pequeños homenajes particulares que van desde una foto hasta un trozo de bandera. Pero desde aquí también se divisa la cantera en la que los prisioneros eran explotados, la escalera por la que debían cargar las pesadas piedras que extraían y el barranco por el que eran empujados a capricho de los guardias.
El camino nos lleva a la puerta principal del campo, por donde se accede. A la izquierda se levantaban los barracones. A la derecha, los edificios comunes. Frente a nosotros, el amplio tramo central en el que se realizaban los recuentos y las marchas.
Casi solos, deambulamos por las distintas zonas del campo de exterminio hasta llegar a la enfermería, donde ahora se ubica el museo. Este, por la inclusión de fotografías, entrevistas y grabaciones de los protagonistas reales, resulta más ilustrativo que el resto del conjunto, pero no alcanza el dramatismo de los edificios reales, vacíos y desnudos.
Bajo el museo, el crematorio y la cámara de gas. Ese oscuro horno y ese amarillento habitáculo se convierten, por su significado, en uno de los puntos más inquietantes de todo el campo de la muerte.
Ya en el último tramo de la visita, encontramos nuevas muestras espontáneas de dolor y recuerdo. Y junto a ellas, un impresionante monumento con todos los nombres de quienes allí fueron víctimas de la barbarie.
De regreso al centro de recepción cruzamos la puerta sobre la que se ubicaban la cruz gamada y el áquila imperial que representaban el poder del Tercer Reich. Una de las primera acciones de las tropas estadounidense tras la liberación del campo el 5 de mayo de 1945 fue el derribo, con la ayuda de algunos prisioneros, de estos símbolos. La guerra había terminado y, tras mucho dolor, la libertad llegaba a uno de los rincones que mejor ilustran los errores de nuestro pasado.
Pero el optimismo de esta imagen contrasta con otra que encontramos en el museo. En ella vemos uno de los muros exteriores del campo cubierto por un gran plástico blanco. Bajo él se esconde, según reza el pie de foto, una pintada con expresiones neonazis. La foto fue tomada en febrero de 2009. Y no ha sido el último caso. Esta imagen, a priori mucho más intrascendente e inofensiva que la cámara de gas, el crematorio o las alambradas, se convierte en la más impresionante de la visita. No por lo que muestra, sino por lo que implica: que el extremismo no pertenece únicamente al pasado.
Y es cierto que a la sociedad austriaca le ha costado décadas realizar la tarea de arrepentimiento, de asunción de responsabilidades y de compensación del daño. Pero no es menos cierto que, sobre todo en los últimos veinte años, los austriacos han alcanzado una reconciliación casi total con su memoria.
Esa reconciliación no se ha logrado olvidando el pasado, sino manteniendo vivo el recuerdo. Y esa es precisamente la labor del Memorial de Mauthausen.
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