Son muchas las
personas que entre los días 27 y 29 de octubre que duró la Fiesta del Cine se
acercaron a las salas a disfrutar de un placer que, habitualmente, no pueden o
no quieren permitirse. Más de dos millones de entradas se vendieron al precio
de 2,90 euros. Un nuevo récord para esta séptima edición de la
Fiesta.
Para la gran
mayoría, la conclusión es sencilla: la gente sigue queriendo ir al cine y si
las entradas costaran todo el año este dinero muchísimas más personas acudirían
a unas salas cada vez más vacías. Esa fue mi conclusión también tras la edición
de 2013, la que puso a este evento en boca de todos. Pero tras las dos
ediciones de este año me parece un análisis demasiado simple. No digo que esta
campaña haga mal a la industria, pero creo que tampoco le hace demasiado bien.
¿Entonces
por qué se adhiere el 95% de las salas a la promoción?
Pues precisamente
por eso, porque es una promoción que quizás permita atraer a las salas a un
público que había olvidado lo que se siente en un hall que huela a palomitas
rodeado de gente o en un medio de una sala oscura con un sonido envolvente.
Ojalá esa gente vuelva tras la Fiesta y pague los hasta 12 euros que se pagan
en algunos cines habitualmente -que conste que con mi artículo no intento
defender estos precios, me parecen aberrantes, dicho sea de paso-. El objetivo
real es ese, recuperar espectadores en un corto o medio plazo, no llenar las
salas durante un puñado de sesiones para así recaudar algo y que el resto de
días esas salas continúen vacías.
Vale que hubiera
un Madrid-Barça la tarde del sábado y que no había en cartel estrenos de
grandísimo renombre, pero ya ha ocurrido en las anteriores ediciones de la
Fiesta que los fines de semana anterior -aquí las cifras fueron todavía más
duras puesto que muchos se reservaron el fin de semana para asistir al cine los
días siguientes mucho más barato- y posterior suelen sufrir importantes
descensos de espectadores. O lo que mi abuela definiría como pan para hoy,
hambre para mañana. Y todavía más hambre para ayer, claro.
Otro motivo para
que los cines se adhieran es que sería mucho peor no hacerlo. La alternativa es
tener casi todas las salas vacías porque los espectadores están en los otros
cines de la ciudad. Y eso sí que no cubre los costes.
Precios que
no cubren costes
Juan Herbera
analizaba en su ya clásico Desde la taquilla el reparto que se hace del precio de
las entradas. Su conclusión era que un precio de 2,90 euros -o un poco
superior, que viene a ser casi lo mismo- solamente permite ganar algo a los
cines si se vende una cantidad ingente de entradas. Y esta cantidad es verdaderamente
grande, porque incluso en estos tres días, con las colas que se han producido y
con todo el furor que ha acompañado a la campaña, ha habido cines que han
perdido dinero porque la asistencia a las salas no ha sido suficiente. Y es que
ni siquiera concentrando la Fiesta del Cine en periodos de tiempo muy cortos se
consigue llenar todas las salas.
Pero es innegable
que la asistencia a las salas es masiva y, aunque agobiante, es una gozada ver
tanta gente haciendo cola para ver una película. El hecho de que la promoción
se concentre en tres días cada seis meses hace que la demanda sea la que es;
cuando algo se reduce a una quinta parte de su precio habitual, la gente acude
como loca. Cuando algo se percibe como una oportunidad casi irrepetible, el
efecto llamada es más que notable. A esto se suma el ambientillo que hay en las
salas y las ventajas ofrecidas por los organizadores para comprar las entradas
por Internet. Pero no nos engañemos, si ese precio se mantiene constante en el
tiempo, no vamos a volver a ver un miércoles con casi un millón de espectadores
en nuestros cines.
No niego que con
precios más bajos la asistencia a las salas aumente, pero no va a aumentar lo
suficiente como para cubrir los cuantiosisímos -con "sí" extra
incluido- gastos de los exhibidores: la tarifas de luz más cara de Europa, un
23% de IVA cultural, el inmenso porcentaje de las distribuidoras...
Otros
factores relevantes
El precio es
clave, y más en la coyuntura económica en la que nos encontramos, pero quizás
las salas deban plantearse alternativas que vayan más allá del precio. Estados
Unidos también está sufriendo su particular annus horribilis,
lastrado por la falta de nuevas ideas y por la abundancia de secuelas,
precuelas, remakes, spin-offs y reboots. El 3D, que cuando apareció casi de la
mano de Avatar fue calificado como el avance más importante en el séptimo arte
desde la introducción del color, se ha quedado un tanto estancado y no siempre
la mejora de la experiencia sensorial justifica el sobreprecio.
Luego hay que
pensar en los gastos complementarios de palomitas, refrescos y golosinas, que
tampoco son baratos. La pérdida de calidad en el servicio, con menos empleados
y acomodadores, y la falta de renovación en las campañas de marketing no
centradas en el precio. Porque si, encima de subir los precios, el servicio no
es bueno, entonces el problema se agrava.
Además, no
podemos olvidarlo, es extremadamente fácil descargarse una película -legal o
ilegalmente- y verla en tu salón en tu gran pantalla LCD y con la luz apagada
mientras comes palomitas hechas en el microondas sin que nadie te moleste. Y es
que hay cada vez más alternativas a las salas, y por mucho que baje el precio,
nunca va a ser más barato que la televisión o el ordenador.
Yo he pagado recientemente
8,30€ en un cine en versión original en Austria para ver Perdida (Gone Girl, 2014, David Fincher) y la sala estaba casi llena.
Vale que el nivel de vida sea más alto, pero no es una diferencia de precios
tan grande. Así que habrá que buscar otras explicaciones. Algunos ejemplos
pueden ser la distribución de mayor variedad de snacks y aperitivos -cierto que
aquí también hay detractores, pero ampliamos la posibilidad de ingresos complementarios-;
mayor importancia a las películas en VO y VOS; actividades especiales con
proyección de clásicos... Son solamente algunas ideas, pero quizás sea bueno
pensar en promociones más allá de las centradas en el precio.
En muchas ciudades tomarse una copa una noche es más caro que una entrada de cine. Y una entrada para un partido de fútbol, con una duración muy similar, es bastantes veces mayor que el acceso al cine. El placer que a cada uno será el que finalmente nos lleve a decidir en qué gastamos nuestros escasísimo dinero. Ojalá hubiera más personas dispuestas a pagar el precio de una entrada, fuera el que fuera, pero la afición al cine no aumentará únicamente con entradas más baratas.
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